jueves, noviembre 16, 2006

Nabyl





Hace un momento, cuando decidí escribir sobre Nabyl, me asaltó el recuerdo del primer y del último día que nos vimos.

Recuerdo, como acabo de decir, el primer día que hable con Nabyl: era una mañana fría de comienzos de año (seguramente era marzo); Cristina Mora me había echado del puesto porque, según ella, no la dejaba atender clase, ni la dejaba estudiar cuando era necesario hacerlo. Yo, orgullo en ciernes de adolescencia, me fui al único puesto vacante del salón: el pupitre habitado por el más solitario y callado, pero nunca insulso – eso lo puedo jurar sobre una Biblia – Carlos Ortiz. Me fui con los dos cuadernos que siempre llevé en octavo (eran dos cuadernos de cincuenta páginas con la publicidad de de expreso Bolivariano: tenían dibujados, a la vera de la vía por donde circulaba la flota de marras, un par de lechones que Diego Navarrete adorno con ostentosos falos enhiestos), y le dije: Ortiz, ¿me puedo sentar acá? Él levanto la mirada con lentitud y asintió con un tenue movimiento de cabeza. Me senté y miré a los compañeros del puesto de adelante para saber quienes conformarían el grupo de charla y quizás de garbullo. Uno de ellos era un joven callado al que no le conocí la voz hasta la semana siguiente. Al lado de él se hallaba un niño de conversación fácil y trato amable que dijo llamarse Nabyl (¿Na… que?, recuerdo que le pregunté, cuando extendió su mano derecha para presentarse)…

El último día que nos vimos fue precedido por una ingesta de cerveza con Walther-aquel joven callado que compartía el puesto con Nabyl- y el negro. La vida o el destino nos unió esa noche para rememorar los últimos años que pasamos juntos. Recordamos, por ejemplo, la facilidad con la que Henry se excitaba y su clásico incidente en el almacén Éxito; los gemidos que, al filo de una pregunta lanzada al aire por la profesora, emitía Patiño y que, al son de chillidos de marrano, amenizaba la aridez de los días de octavo. Tomamos hasta que, cerca de las tres de la mañana, nos echaron de la tienda y nos fuimos a rematar la tomata en la casa de Walther. Allí seguimos con algunas anécdotas y con algunos comentarios que se fueron apagando al tiempo que la aurora entraba por la ventana del cuarto de Walther…

Todos al otro día salimos de afán a cumplir nuestras obligaciones (era jueves). Salimos Nabyl, el negro y yo hacía la casa del Negro. Hablamos poco mientras llegamos a esta; una vez estuvimos frente al hogar - dulce hogar - del negro nos despedimos del suscrito y continuamos nuestra ruta. Cuando pasamos frente a la panadería del padrino del negro le dije a Nabyl que entráramos porque no me aguantaba más las ganas de tomarme una gaseosa. Pedimos dos coca colas y las apuramos de tres sorbos largos. Salimos rápidamente hacia la calle 68, la cual recibió a Nabyl con la buseta que lo llevaría presto al trabajo…

Quince o veinte días después me llamo Nabyl para preguntarme si conocía alguna vieja que midieran más de un metro sesenta y cinco; le dije que conocía algunas mujeres con la condición pero ninguna tenía la disponibilidad de tiempo que él requería (de hecho nunca supe para que necesitaba mujeres con esas características); hablamos sobre su vida, su novia y su trabajo; “uno se pasa la vida esperando que las maricadas le lleguen, pero cuando le llegan, le llegan”, recuerdo que me dijo como colofón a la enumeración de los aciertos que el destino o el azar le habían atravesado en el camino; y después de una breve pausa redondeo la idea afirmando que “cada uno tiene lo que se merece”. En ese momento le entró una llamada y se despidió con un sencillo “hablamos luego”…

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