miércoles, diciembre 06, 2006

Ingreso al Ejército


Hoy hace diez años entré al Ejército Nacional de Colombia. En la vida hay eventos que nos transforman la existencia definitivamente; ese, ¿cómo negarlo? Ha sido el evento más determinante en mi vida.

Iba hacía el trabajo por la carrera treinta, estaba aburrido, desilusionado de mi situación. Miraba a las personas, miraba los postes, miraba el cielo gris de aquella mañana. Cuando iba pasando frente al coliseo recordé que en esos días había reclutamiento. Me levanté, me bajé y crucé el puente peatonal con el corazón galopándome en el pecho. Entré y vi el coliseo abarrotado de jóvenes con edades que oscilaban entre quince y veinte años. El ruido de las conversaciones, aunado con el grito de los soldados que llamaban, lista en mano, a los futuros reclutas, era ensordecedor. Me senté a la izquierda de uno de aquellos soldados que llamaban. Cuando escuché que iniciaban los apellidos por N; me levanté y descendí por las mismas escaleras que lo hacían los demás. Aún siento el estremecimiento de cruzar la puerta y escuchar el ruido de segundos atrás, como si fuera ajeno, extraño al mundo al que ingresaba.

Después de un protocolo de preguntas me senté en un grupo de los cinco que se congregaron en ese sitio. A mi izquierda estaba un muchacho de un metro ochenta aproximadamente que fumaba copiosamente en tanto miraba al suelo con manifiesta tristeza. Yo, aburrido y, por que no decirlo, arrepentido, miraba en todas las direcciones. Al poco tiempo el muchacho de mi izquierda me ofreció un cigarrillo de su cajetilla: ¿fuma?; sí, gracias, le respondí. Es una mamera estar esperando que estos hijueputas se les dé la gana de hacer algo, me dijo con rabia; llevo tres horas sentado acá y no me han dicho ni mierda, concluyó. Empezamos a hablar sobre el colegio, las compañeras, la familia. Tres horas después que me senté ahí empezaron a llamar a los que no les aparecían los papeles. Yo sabía que era uno de ellos. Me llamaron una hora después que hicieron el anuncio. Pasé, di mis datos –la dirección y el teléfono falsos, por supuesto- y me devolví a donde estaba. Pasaron dos horas más para que nos dieran algo de comer: pollo simple, con lentejas saladas –quizás para equilibrar- y un arroz congelado. A pesar del hambre comí de mala gana. Una hora después nos tocó desvestirnos y esperar que pasara una mona lindísima a tocarnos los testículos. Luego nos vestimos, nos sentamos y empezamos a escuchar el interrogatorio: ¿quiénes tienen quince años? Dos levantaron la mano; a fuera petris, les dijeron. Uno de ellos les rogó que lo dejaran, que no lo excluyeran. Después de medía hora de súplicas lo dejaron. ¿Quienes no quieren ir al ejercito? Siguieron preguntando. Nos miramos Julián (el compañero de mi izquierda) y yo, pero no levantamos la mano. Cuatro la levantaron. Váyanse a su mierda, pedazo de hijueputas, les dijeron en tanto ellos, los interpelados, salían. Después empezaron a contar una y otra vez. Seguían preguntando quién se quería ir, o quiénes tenían dieciséis años. Al final, después que salieron tres más, llegó un teniente (teniente efectivo) Vélez y señaló entre el grupo a un joven: usted, el de gorra, párece; el solicitado miraba para todos lados. Que se pare pedazo de hijueputa, le gritó con odió el teniente. El joven se levantó con cara de susto; váyase para su puta casa, le dijo el teniente. Pero, yo no me quiero ir, le respondió el muchacho. Me importa un culo lo que usted quiera, le respondió Vélez. Se larga ya o quiere que lo saque a patadas, concluyó el amable teniente. El interpelado se fue con la cabeza agachada. Luego el teniente miró el grupo y dijo con voz agreste: ¡ustedes, señoritas, de pie! Al instante nos paramos. Cuando cuente tres van a estar todos encima de los hijueputas camiones, continuó diciendo; si no quieren que sus putas mamás vean cómo los pateo. -aún quedaban personas esperando el desenlace-.Cuando dijo uno la mitad de nosotros ya estábamos arriba; cuando dijo dos, todos estábamos arriba.

Salimos del coliseo a las dos de la mañana. Cogimos la carrera treinta hacia el sur. A la hora vimos unos soldados parados en la guardia. Empezamos a subir. A los cinco minutos terminamos de ascender. Yo creía que estábamos en plena selva por el silencio, por la levedad del aire y por el ruido de los grillos, sapos, renacuajos y demás animales. Se apagaron los motores de los camiones. Oímos pasos de varias personas. Abajo reclutas, abajo hijueputas, abajo malparidos, nos gritaban desde la oscuridad personas que no lográbamos ver. Empezamos a descender lentamente hasta que sentir los gritos del teniente Vélez: abajo partida de afeminados; abajo perras; abajo nenitas. Lo único que podía distinguir en esa oscuridad, -además de las sombras de mis compañeros-, era, al lado derecho, una tenue luz. Hasta tres, dijo el teniente, y están en formados en la guardia. Todos nos quedamos quietos. ¿No me entienden hijueputas? Grito con rencor el teniente. No sabemos, dijo una voz en la oscuridad, dónde queda la guardia. Allá, cabrón hijueputa, en esa luz, respondió con severidad. En ese momento sentí que me empujaban desde atrás . Corrimos hacia el lugar que nos había indicado el teniente. Cuando llegamos encontramos un grupo de tulas perfectamente organizadas: alineando y cubriendo como un grupos de soldados disciplinados. Nos llamaron, al poco tiempo de llegar a la guardia, uno a uno y nos indicaban el lugar que debíamos tomar: usted, frente a esa tula, usted al lado de él. Una vez organizados llegaron más militares; se pararon frente a cada grupo (éramos cinco pelotones de setenta y dos personas cada uno). Mientras nos hablaban acerca del nombre de la compañía y otras cosas, veía al grupo del frente entrar al edificio que quedaba a mi derecha. Luego de una media hora vi que el segundo grupo –que había quedado al descubierto cuando la última fila del primero había salido- salía, al igual que el primero, al edificio de la derecha. Una hora después el turno nos tocó a nosotros –que para ese momento ya nos habían bautizado como el cuarto pelotón-. Cuando entramos vi a la izquierda quince soldados peluqueando y a la derecha a unos jóvenes tomándose fotos. Primero nos tocó tomarnos las fotos y luego nos tocaba peluquearnos. Luego volvíamos a salir. Cuando todos hicimos el circuito de la humillación –en cada parada nos insultaban copiosamente- nos paramos nuevamente a la tula que nos había sido asignada. Después de un periodo de silencio estremecedor sentí que alguien me empujaba bruscamente. Me voltee para encarar al agresor; ¿qué le pasa?, le pregunté con la irritación propia de la situación. ¿Qué le pasa a usted pedazo de mierda? Me contestó el teniente Vélez. Discúlpeme, no sabía que era usted, le dije con voz queda. Él siguió y se paro en la tarima que estaba en el centro de la plazoleta. Bueno hijueputas, inició diciéndonos; ustedes ya son soldados y deben comportarse como tal. Van a dejar de ser perras, como sus mamás; a partir de ahora van a ser hombre de verdad… la disertación continuó por media hora. Recuerdo que el teniente fumaba y hablaba al tiempo; cuando articulaba palabras le salía el humo en enérgicas volutas de humo, lo cual, por alguna extraña razón, me pareció agradable. Luego cada grupo se dirigió a un punto determinado del lugar. Nosotros, a diferencia de los otros cuatro grupos, nos quedamos en el mismo lugar. Apareció de las sombras un hombre flaco, de un metro setenta y cinco, con un cigarrillo en la boca y mirando el piso reflexivamente. Se quedo quieto frente a nosotros mirando el piso por un espacio de tres minutos. Luego alzo la cabeza y nos dijo suavemente: bienvenidos al infierno; acá todas sus pesadillas se harán realidad. Volvió a mirar al suelo durante unos segundos. Para que vean que no les digo mentiras, continúo, térciense las tulas. Nosotros lo hicimos sin vacilar. Ahora, cuando yo diga uno ustedes bajan así; cuando diga dos se ponen en esta posición. Nos va poner a hace sentadillas, pensé al tiempo que el extraño personaje daba las instrucciones. Uno, empezó a decir; todos tienen que hacerlo al tiempo; haber, uno…no, al tiempo, uno… el de atrás está dormido…uno, ¡hijueputa, que al tiempo! ¡al tiempo! ¡AL HIJUEPUTA TIEMPO SOLDADOS REMALPARIDOS! Uno, eso, así; sí ven que podían. Dos.. ¡que al mismo tiempo SOLDADOS HIJUEPUTAS! Uno, dos, uno… dos… uno… dos… uno… dos…
uno…
dos…
así nos tuvo una hora, subiendo y bajando cada vez más lento. Las piernas me dolían terriblemente, al final creía que no iba a aguantar más. Creo que ya se convencieron que este es el infierno. Las dos primeras filas, continúo diciendo, sigan a ese soldado; las otras dos síganme.

Llegamos al alojamiento-así denominaban ellos a los cuartos-, nos desvestimos, metimos nuestra ropa en la tula, la amarramos lo mejor que podíamos y le pusimos el candado verde con el que venían… a la media hora de estar durmiendo escuché a lontano la voz de alguien que gritaba; no me importó, me di media vuelta y seguí durmiendo. A los cinco minutos sentí que el agua fría bajaba por el cuello. ¡no entendió hijueputa que se levante! Me levanté asustado, no sabía dónde estaba. Miré a mi alrededor: todo estaba solo, no había nadie. Saque rápidamente todo lo de la tula hasta que encontré la toalla y el jabón. Metí rápidamente todo en la tula. La mitad se quedó por fuera, la metí debajo de la cama salí corriendo hacia la izquierda del alojamiento… ¿a dónde va hijueputa? Al baño, respondí asustado. Con el dedo el soldado me señalo que el baño quedaba al otro lado. Salí corriendo rápidamente hacia donde él me señalaba. Cuando entre vi el baño llenísimo. Me dio pereza hacer fila para bañarme. Le dije a un man que estaba cerca que me regalara un poco de papel higiénico. Hice lo que tenía que hacer. Luego me bañe las manos con tranquilidad. Espere que se desocuparan las regaderas y entre apaciblemente. Cuando me estaba jabonando la cabeza sentí una patada en mis nalgas desnudas. ¡CREE QUE ESTA ES SU CASA Y QUE YO SOY SU PUTA MADRE! Siguió pateándome hasta que llegamos al alojamiento. Me tocó secarme el jabón con la toalla y ponerme rápidamente la ropa que reposaba en el suelo.

viernes, diciembre 01, 2006

Los días sin tiempo

El mejor periodo de la vida es, sin lugar a dudas, el del colegio. En mi caso los recuerdos del colegio han sobrevivido a los dientes del tiempo, ¿cómo no hacerlo? Mis más entrañables amigos vienen de ese periodo y las raíces de mis reflexiones están adheridas a los largos debates con mis amigos. Los recuerdos más dulces vienen de esos días: fechorías juveniles, los cigarrillos fumados en el baño, las bebetas de aguardiente en las convivencias (conbebencias, como acertadamente les llamaba Diego Navarrete), las saltadas de muro para “capar” clase, etc.
Ahora, más de diez años después, mi vida perdió la dulzura de aquellos días y se enfila al despeñadero de la convencionalidad con vertiginosa velocidad. Los días, iguales unos a otros, se pierden en el horizonte sin una sola migaja de la alegría que atizaban aquellos días, razón suficiente para no perder los momentos que aún se aferran a la memoria.
Sean, pues, las siguientes anécdotas un tributo a los mejores días de mi vida.