domingo, septiembre 28, 2008

Alcohol, toros y mujeres


Eran las nueve de la mañana cuando salimos de una fiesta con mis compañeros del colegio. Como pasaba en aquellos lejanos días (junio del noventa y ocho) salimos sin un centavo y nos tocaba irnos, o bien caminando, o bien pidiéndole al conductor del bus que nos llevara por la puerta de atrás a cambio de un importe menor al valor total del pasaje. Ese día decidí caminar hasta donde una tía que vivía (y aún vive) a media hora a pie del lugar de la rumba.

Cuando llegue me encontré al marido de mi tía con una maleta en la puerta. ¿Tiene algo que hacer hoy y mañana?, me preguntó con voz apremiada. No, le dije sin pensar. Entonces acompáñeme a un pueblo que necesito gente de confianza para vender las boletas. ¿Boletas?, le pregunte mientras caminaba a su lado. Sí, organice una corrida de toros en Iguaque, un pueblo de Boyacá, y necesito que me colabore vendiendo boletas. Levante los hombros en señal que me daba lo mismo dormir toda la tarde en la casa de su mujer (mi tía) que irme a un pueblo desconocido a vender boletas, comida o cualquier cosa.

A las dos horas estábamos en el carro de los toreros rumbo al pequeño pueblo. El viaje estuvo acompañado por varias botellas de manzanilla y una botella de Whiskey. Cuando llegamos a Tunja, para mi fortuna, comimos generosamente en un restaurante que queda cerca del terminal de trasporte.

Llegamos cuando el sol enrojecía el cielo. Las personas estaban arracimadas alrededor de los toldos que vendían cerveza. El color de la nariz y el volumen de sus voces evidenciaban el avanzado grado de ebriedad en el que estaban. ¿Está seguro que funcionará?, le preguntó un torero al esposo de mi tía. ¡Claro!, respondió este sin parpadear. Yo, al igual que el lidiador, estaba escéptico de la viabilidad del negocio. Nos bajamos al lado de una plaza fabricada apresuradamente por dos carpinteros oriundos de la región. Al ver la calidad del trabajo de los tablajeros nos invadió una desconfianza mayor. Creo que esto no va a funcionar, le dije a un torero en voz baja. Me miro a los ojos y me dijo: su tío ya nos pagó, así que el problema es de él, no nuestro.

A las ocho de la noche estaba vendiendo las boletas en la entrada de la plaza. El chirrido de las tablas, y el vaivén de la misma, presagiaba una catástrofe. A las nueve soltaron el primer toro. La plaza bramaba con ira. Las tablas lloraban aferradas a tornillos y puntillas. No entré por miedo a morir aplastado y porque no me gusta la fiesta brava. Al final, para suerte de los asistentes, la plaza resistió el espectáculo.

Salimos a las once de la noche hacia la plaza para tomar cerveza y comer fritanga. Después de apurar ocho cervezas y varias morcillas partimos para Sora. Cuando intentamos prender el carro este no respondió gracias a que el tanque estaba más seco que una piedra. Del baúl salieron tres galones vacíos con igual número de mangueras. Buscamos camiones, al amparo de la oscuridad, para extraerle gasolina de sus tanques. Después de media hora, y una correteada del dueño de uno de los camiones, llegue con medio galón de combustible. Todos me esperaban en el carro. Hágale que ya le echamos gasolina, me dijo desde el interior, uno de los artistas.

Dos horas después estaba en Sora tomando aguardiente y bailando con las habitantes del pueblo (todos los pueblos de Boyacá, al parecer, estaba de fiesta). Entre las circunstantes había una que me miraba insistentemente. Me acerque después que el aguardiente promovió valentía a mi corazón. La invité a bailar; aceptó sin timidez. Mientras bailábamos le pregunté por su vida y supe que era sobrina de un señor que vivió con nosotros, además de estudiar en la Distrital. ¡Vaya sorpresa!, dije con sincero asombro; tu tío vivió con nosotros por dos años y, al igual que tú, estudio en la Distrital. Me miró con escepticismo. ¡En serio!, dije para afianzar lo dicho. Después de algunas explicaciones el recelo dio paso a la sorpresa, y esta, a su vez, dio paso a la admiración de los hilos del destino. Al filo de las tres de la mañana se fue a dormir. Yo, después que la acompañé a la casa, me enzarcé en una contienda etílica que concluyo la tarde del día siguiente, justo antes de empezar a vender las boletas de la función del lunes festivo. Todo salió bien y después de contar la plata nos vinimos para Bogotá. Llegamos a las doce de la noche. Yo traía una borrachera espantosa. Me dejaron en el Boulevard con la plata del taxi.

Al siguiente día, con el estómago en estado calamitoso, llamé a la niña para invitarla a tomar cerveza en un bar del centro…

lunes, agosto 25, 2008

Copas y armas

A mediados de junio del año noventa y siete estaba vigilaba que los oficiales y suboficiales no se desmadraran en las fiestas que se realizaban en el club de suboficiales.

Una noche de abril nos despertó un sargento porque había problemas en la discoteca: hay un hijueputa borracho amenazando al PM que está en la puerta con un revólver, dijo con voz nerviosa. Al escuchar eso salimos corriendo hacia el lugar. Al llegar vimos que estaba, en efecto, un suboficial ebrio, armado y con el uniforme gritando al PM que estaba en la puerta. Lo más grave del caso era que el suboficial no solo pertenecía a nuestro batallón sino que era orgánico de nuestra compañía (era mismo sargento que me había esposado en el batallón meses atrás).

Uno de nosotros le grito, después de indagar con la mirada: “suelte ese revólver o se lo hago tragar gran hijueputa”. Nos miramos asombrados porque González nunca había descollado por su valentía ni por su fortaleza. El sargento, al escucharlo, se vino tambaleando hasta nosotros. Se paró frente a él, y sin quitarle los ojos de encima, le dijo con voz pausada: “repita lo que dijo soldado”. González le dijo sin pestañear: “suelte el hijueputa revólver o se lo hago tragar”. Todos nos miramos con pasmo. En un parpadeo el militar le dio un cabezazo y luego lo empujo; el soldado dio un traspié y cayó al piso; el sargento se lanzó sobre él con rapidez y lo fulminó con dos patadas en la cara. Cuando constató que González no hostigaría más dio media vuelta y se encaminó a la discoteca. Nos quedamos quietos sin saber qué hacer. Cuando llegó a la puerta de la discoteca encañonó al PM sin mediar palabra. El soldado levantó las manos y lo dejó seguir ya que no tenía forma de defenderse (en las fiestas y en la puerta de la discoteca los soldados debíamos prestar con una cosa que se llama prendas blancas y con un bolillo). Nos miramos y salimos corriendo para el alojamiento a sacar el armamento. Uno de nosotros, después de armarse, salió a buscar al comandante de la base y el resto de nosotros nos fuimos para la discoteca.

Al vernos entrar el sargento sacó el revólver y se vino hacia nosotros. La música, en ese momento, paró; los gritos de las mujeres no se hicieron esperar; las personas se escondían bajo las mesas (parecía una escena de película gringa). Pero es que las niñas quieren parecer hombrecitos, nos dijo el suboficial mientras se acercaba. ¿Quién es tan valiente como para darme un balazo?, continúo. Se paró cuando estaba a tres pasos del grupo. Metió el arma entre la pretina del pantalón y el cinturón; sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de la camisa; extrajo un cigarrillo y lo encendió; cuando iba a expulsar la primera bocanada de humo sintió el culatazo de un fusil. Minutos después ya le habíamos propinado una paliza inolvidable. Cuando llegó el comandante de la base teníamos amarrado al borracho a un poste de la cafetería. A las seis de la mañana lo recogió una comparsa de oficiales, suboficiales de la brigada que lo condujeron, según nos contó un teniente, al calabozo para luego procesarlo por los desmanes de la noche.

domingo, julio 27, 2008

Fiesta de quince


(Frank Morrison)

En la manigua de eventos sociales hay uno que se caracteriza por el boato, la dilapidación y los consecuentes excesos en la ingesta de viandas y alcohol: la fiesta de quince.

Entre la ristra de este tipo de festejos recuerdo uno al que me llevo mi mamá con la promesa que no estaríamos en la reunión por más de una hora (saludo a mi amiga y luego nos vamos, fueron sus palabras).

Llegamos a la casa de la quinceañera a las siete de la noche. En ese momento estaba la amiga de mi mamá reunida con las compañeras del trabajo. Después de las presentaciones y las preguntas acostumbradas me senté en una silla que estaba a la diestra del parlante que entonaba a Los Hispanos con desgano.

Poco después que tome asiento la anfitriona me preguntó si quería aguardiente. Sí, gracias, fue mi respuesta lacónica. Después de dos minutos de espera llegó la señora con un vaso transparente de plástico lleno hasta la mitad de aguardiente. Cuando vi la generosa cantidad me sentí regocijado. La señora se dirigió, después de darme el trago, a la cocina –donde, por cierto, estaba mi mamá-.

Quince minutos después paso Helena, la amiga de mi mamá, para abrir la puerta. Cuando cruzó note que miro el vaso vacio que descansaba sobre el silente parlante. Un minuto después llegó con un vaso igual al anterior pero en esta ocasión lleno de ron con Coca Cola.

Le di un primer sorbo y comprobé que la señora dominaba la mezcla del Cuba Libre: 90%de ron; 8% de Coca Cola y 2% de limón. Bebí con gusto el brebaje mientras revisaba los CD’s que la señora me había dado para que eligiera la música que quería escuchar.

Al término del Cuba Libre la dueña de la fiesta me trajo, sin la pregunta protocolaria, medio vaso de aguardiente. Lo tomé al tiempo que escuchaba con gozo la autorizada voz de Daniel Santos.

A las dos horas, cuando la sala estaba atiborrada de familiares, la quinceañera llegó con vestido de noche y peinado de reina. Los concurrentes al verla gritaron, silbaron y aplaudieron. La homenajeada, ante la salva de aplausos y silbidos, se puso roja como un rescoldo. Después de las felicitaciones y los abrazos todos se enlazaron en una red de conversaciones que hacía inaudible a Fruko y Sus Tesos.

A las tres horas fui a la cocina a preguntarle a mi mamá a qué horas partiríamos. En diez minutos salimos, me contestó ella. Cuando llegue al ángulo que había ocupado encontré un vaso con aguardiente. Me senté a beberlo y a cambiar las agonizantes canciones.

Dos horas después no sabía cómo había llegado a esa casa ni cómo me iría de ella gracias a los diecinueve vasos de aguardiente y a las dieciocho Cubas (no obstante la borrachera pude llevar la cuenta de la cantidad de alcohol que había consumido esa noche). Los invitados, en ese momento, empezaban a salir gracias a la consunción de la alegría. En la puerta -donde se arracimaban los primos que no decidían irse- vibraron cuatro trompetas; el silencio de los asistentes se apretó para darle paso a la voz de un señor barrigón, chiquito y con bigote cano. La quinceañera, que minutos antes tenía cara de aburrimiento, resplandeció de nuevo. La algarabía de los sobrevivientes encendió de nuevo la hoguera de las chirigotas y los diálogos que agonizaban minutos antes.

Después que los mariachis se fueron se acercó mi mamá hasta el rincón donde el sueño empujaba mis párpados. ¿Nos vamos?, me preguntó. Sin poder hilar bien mis pensamientos asentí con un movimiento imperceptible de la cabeza. Intenté levantarme pero el peso del cuerpo me ganó cayendo de nuevo en la silla. ¿Está borracho?, preguntó mi mamá con disgusto. Volví a asentir con la cabeza. A usted no se le puede llevar a ninguna parte porque no piensa sino en emborracharse…

miércoles, junio 18, 2008

Borrachera inolvidable

(Fuente de la imagen)

La siguiente anécdota habla de la que quizás fue mi peor borrachera.

Todo inició con una ingenua llamada de Patiño. Después de hablar durante media hora de lo divino y lo humano me dijo que fuera a la casa de él a emborracharme. Yo le dije que no tenía ganas de ir y que, además, no tenía un peso para comparar aguardiente. Él me dijo que la plata no era problema porque iban el negro y que entre todos se acopiaba los recursos necesarios para el alcohol. Después de un largo periodo de meditación (dos segundos) le dije que sí. Colgué.

Dos minutos después volvió a sonar el teléfono. Era mi primo. Le dije que le caía a la casa y que de ahí partiríamos a la casa de Patiño a tomar trago.

A los tres minutos sonó, de nuevo, el teléfono. Esta vez era mi hermana. Le dije que si quería que fuera a la casa de Patiño porque se formaría una reunión amenizada por el alcohol.

A las ocho de la noche estábamos frente a un almacén de cadena reuniendo la plata para comprar Aguardiente del Quindío (era el que ofrecía la mejor promoción del momento: por dos botellas le regalaban media más). Salió el Negro con cara de acontecimiento: no había aguardiente del Quindío. Pero, dijo él, me alcanzó para estos cuatro litros de N (esta es la hora que no sé cómo compró tanto aguardiente con tan poca plata). Después de aplaudirlo, felicitarlo y darle golpecitos en la espalda, nos fuimos para la casa de Patiño.

Cuando llegamos al sagrado hogar estaba esperándonos mi hermana con una caja de vino. Nos instalamos cómodamente en las sillas; abrimos las cajas y empezamos a libar el nunca bien ponderado brebaje.

En la mitad de la primera caja Patiño llamó a Doris. Habló con ella bastante tiempo. Luego se sentó compungido. Después, al término del litro, se levanto y volvió a llamar a Doris; le dijo, con frases que siseaban en sus dientes, que iba a recogerla. Ella, supongo, le preguntó cómo la iba a recoger si la mamá no la dejaría salir. Sólo espéreme en la terraza; le contestó él secamente.

Colgó; me miró y me dijo: camine marica que hay que bajar a Doris de la terraza. Yo miré a mi primo y le dije: camine marica que hay que bajar a Doris de la terraza. Salimos con la incomparable valentía que genera el alcohol.

Cuando llegamos estaba ella, cual doncella Shakesperiana, esperando a su amado. Él, cual Romeo, le dijo en voz baja: calle a ese perro hijueputa que puede despertar a su mamá. Ella, cual Julieta, le dio una patada al escandaloso lebrel. Cuando el animal suspendió sus ladridos Patiño le preguntó si tenía una cuerda. Ella, con cara de yo pienso antes que ustedes, mostró la cuerda que ya tenía atada al hueco de un ladrillo.

(acá debo abrir un paréntesis. La terraza quedaba –o queda, no sé- en el segundo piso y estaba custodiada por seis hileras de ladrillos).

Ella, después de santiguarse, Se subió sobre los ladrillos; se agarro de la cuerda y bajó con rapidez pasmosa. Nos miramos con asombro Patiño, Rodrigo y yo. Ella, una vez toco el piso, se abrazo a su amado Romeo…

Al llegar a la casa retomamos la labor. Sacamos la segunda cajita y la inauguramos con aclamaciones a la destreza de Doris. En tanto que nosotros (mi primo, el Negro, Patiño y yo) tomamos aguardiente, ella y Diana remataron la caja de vino. A la media hora estábamos eufóricos.

Al término de la segunda caja estábamos picados con el trago. Doris, por su parte, estaba bastante ebria. Patiño, cual hombre responsable, decidió dejarla en la casa.

Fuimos de nuevo Patiño, mi primo y yo. Cuando llegamos Doris le dio miedo subirse. No sea pendeja, le decía en voz baja Patiño; subirse es más fácil que bajarse. Ella no atendía razones. Luego de unos minutos de deliberación decidí subirme a la terraza y desde allí ayudarla a subir. Todos estuvieron de acuerdo. Ella subió sin ningún problema. Luego, cuando yo iba bajando me dejé caer de espalda. No sentí dolor alguno. Me limpié y nos fuimos caminando como si nada.

Cuando llegamos el Negro ya estaba durmiendo. Rodrigo, mi primo, se tomo dos tragos más de aguardiente y se fue a dormir. Mi hermana se acostó poco después.
Ante ese panorama le dije a Patiño: nos tocó emborracharnos con lo que queda de trago. Él, obviamente, asintió.

Al terminar la tercera caja estábamos entrados en la juma: hablábamos duro; la lengua estaba espesa y las palabras corrían sin sentido. Paramos a comer. Luego, cuando el estómago estaba lleno y la cabeza había recuperado en buena medida su lucidez, abrimos la cuarta caja.

Al amanecer encontré entre el desorden de cd’s uno que me llamó la atención. Le pregunté a Patiño de quién era; me dijo que era de la hermana. Lo puse y sonó esta canción:




Me gustó tanto que dejé que sonará indefinidamente.

De ese momento hasta las doce del día no sé qué sucedió. El hecho es que cuando desperté estaba encerrado en un colectivo en los límites de la ciudad. Estaba completamente ebrio. Empecé a patear la puerta para que me dejaran salir. Al poco rato llegó el conductor y me sacó de un jalonazo. Me tiró al suelo y se quedó quieto mirándome con odio. Luego me echó la madre y me dijo que me largara antes que empezara a repartir varilla. Me levante y me fui caminando. A las dos cuadras vomité. Seguí caminando. A la media cuadra volví a vomitar. Seguí caminando. Diez pasos después volví a vomitar. Luego di dos pasos e intenté de nuevo vomitar. Luego me recosté en un poste y me dormí…

miércoles, mayo 07, 2008

Primer día en el batallón

Recuerdo que todos estábamos con ganas de pegarnos un tiro aquella tarde de enero. Llevábamos más de una semana escuchando “mañana los bajan al batallón”. La desilusión, a estas alturas, nos había tomado por asalto y ya no queríamos bajar al maldito batallón: queríamos, en su lugar, hundirnos hasta el cuello en la carroña de la que se alimentaba la compañía de instrucción. En ese momento, cuando todos veíamos volar los moscos bajo la canícula, oímos el grito de algún dragoneante: “hasta tres para formar”. Nos levantamos sin ganas y fuimos a apiñarnos en lo que debía ser un pelotón.

Después de una larga disertación sobre el compromiso de los soldados y cosas de ese jaez el capitán Días anunció lo inesperado: tienen diez minutos para arreglar sus cosas que en media hora bajan al batallón. El asombro dominó las filas. Todos corrimos sin concierto hacia nuestros alojamientos para alistar nuestras pertenencias.

Diez minutos después estábamos, en efecto, con tula y baúl frente al campo de paradas. Media hora después llegó el capitán Días; miro las desordenadas filas de soldados; miro el piso y luego dijo: ¿quiénes saben cocinar? todos nos miramos con asombro. ¿No hay ningún hijueputa que cocine? Interrogó con disgusto manifiesto. Un par de manos tímidas emergieron del quinto pelotón. Al frente, gritó el capitán. ¿Quiénes saben tocar instrumentos?, volvió a interrogar; algunas manos asomaron en las filas. Los interrogantes siguieron hasta que sólo quedamos el grupo de soldados que no sabíamos hacer nada. Bueno, dijo el capitán en tono desabrido, ustedes son una vergüenza; no sirven ni para tener una puerta. A partir de este momento ustedes hacen parte de la compañía Girardot, la que será, téngalo por seguro, la peor compañía del ejército. Nos dimos la mano en señal de camaradería y de respeto.

Después de una inspección de intendencia nos subimos al camión que nos llevaría al anhelado batallón.

Cuando llegamos a él todos los soldados antiguos tenían una tabla en la mano. Cuando el primero de nosotros bajo del camión golpearon las tablas contra paredes y pisos al unísono con tal coordinación que sólo sonaba un tablazo amenazador. Los vamos a matar a tablazos hijos de puta, gritaban una vez pararon de golpear pisos y paredes. El recibimiento fue, lo confieso, muy intimidante. Después del conteo, la entrega de intendencia y la asignación de catres nos fuimos a comer.

Al regresar de la comida formamos y se leyó la guardia que iría a prestar esa noche. Yo estaba en el grupo. Me asignaron fusil y munición para ir a prestar esa noche en la casa del procurador…

****
Cuando regresaba de la guardia estaba tan cansado que me tire en el camión, desoyendo la recomendación de los dragoneantes, a dormir. Me despertaron un par de patadas en la espalda del suboficial de servicio. Baje del camión, hice las reglamentarias veintidós lagartijas y me fui a entregar el fusil.

Después del desayuno me acosté en el catre para reponer algo del sueño perdido en la semana anterior. Una hora después me despertó un cabo de un tablazo (ese, definitivamente, no era mi día). Levántese hijueputa, me dijo; ¿no ve que hay revista de armamento? Gracias al sueño no entendía qué me decía. El caso es que saque el baúl de abajo del catre; tome de él las cartucheras y en el momento que iba a sacar los proveedores de ellas entendí porque estaba prohibido dormir en el camión: porque le robaban los proveedores a los que se dormían. Sentí un corrientazo desde la cabeza hasta las verijas. ¡Me robaron! ¡hijueputa me robaron! Concluí después de dos segundos de estupor. Desde la puerta de la compañía el cabo me insultaba porque no salía rápidamente. ¿Qué hago? Me preguntaba en un estado vecino al pánico. En un momento de iluminación me dije: robémosle los proveedores al centinela del baño ya que él presta sin armamento. Busqué su baúl, lo abrí con los alicates que me acompañaron durante una buena parte del servicio, extraje de él dos proveedores y la toalla para colocar sobre ella el armamento (no quería ensuciar la mía). Salí radiante.

En la mitad de la revisión apareció el centinela del baño. Me asuste un poco pero conservé el aplomo. Dos minutos después estaba el centinela revisando todos los proveedores. ¡hijueputa vida! Me decía constantemente mientras se acercaba el soldado.

Se paró frente a mí y me dijo: usted es muy güevón; ¿no se dio cuenta que los proveedores están marcados? Bajé la mirada y vi, en la esquina inferior, una abolladura que hasta ese momento creí causada por el uso. Mi primero, dijo el soldado con voz neutra, ya los encontré. Se vino el sargento viceprimero con cara de poco amigo. Se paró frente a mí, me miró a los ojos y me dijo con voz suave: soldado; está usted detenido. Así, con esas palabras y con esa puntuación. Sonreí. ¡Este man está mamando gallo!, pensé después de emitir un suspiro. ¿Cree que soy un payaso? Me preguntó el sargento. No mi primero, le respondí con tranquilidad. En ese caso mi soldado, empiece a quitase las cucardas, los cordones y las presillas que está detenido; me dijo con tono neutro; Vélez, continúo, tráigame las esposas que están en la oficina. Yo miraba para todo lado esperando encontrar una explicación en los gestos de perplejidad de los demás soldados. ¡Que se quite las cucardas, los cordones y las presillas soldado! Me dijo el sargento con tono seco. Me las quité como él me pidió. Llegó Vélez con las esposas. El sargento cerró una en mi muñeca derecha. Sígame, por favor, me dijo al tiempo que sonaba el clack de la esposa. En ese momento mi conciencia me abandonó. Llegamos al primer catre; siéntese, me dijo el sargento; me senté; cerró el gancho libre de la esposa en la varilla del catre.

Después de estar una hora mirando el piso con la mente en blanco llegó el sargento. Deje esa cara que la única violada que duele es la primera, las demás serán placenteras, me dijo con tono socarrón; Vélez, tráigale los cordones, las cucardas y las presillas al soldado, continuó. Y usted, me dijo mirándome fijamente a los ojos, tiene cinco minutos para conseguir esos proveedores para que no continúe el proceso disciplinario por robo. El proceso, mi soldado, ya está en curso; yo no lo quiero joder; consígase los proveedores y decimos que se los habían escondido y todo queda ahí. Al término de la frase me levanté y salí frenético a buscar los proveedores. Al minuto de empezar mi búsqueda se me acercó un soldado y me dijo: yo sé lo que usted está buscando; deme diez mil por cada proveedor. ¡Listo! ¡no hay problema!, le respondí con la voz temblorosa...

martes, abril 22, 2008

Penúltima Borrachera

(Depresión-Van Gogh)

El próximo tres de mayo cumplo cinco años sin probar el alcohol. Mi última borrachera inició el treinta de abril a las siete de la noche y concluyo a las siete de la mañana del tres de mayo. Lamentablemente no puedo hacerla pública gracias a la palabra que le empeñé a dos de los protagonistas.

Puedo, sin embargo, narrar mi penúltima borrachera. Esta inició un domingo de comienzos de abril. Ese día fui a explicarle cálculo diferencial a un primo. Al concluir la clase salí con el objetivo de irme a almorzar a mi casa para luego acostarme a dormir el resto del día.

En la entrada del conjunto me encontré con otro primo (el hermano menor del anterior). Después de media hora de conversación decidimos irnos a una tienda a tomarnos una cerveza para redondear conceptos. A las cinco de la tarde ya nos habíamos tomado ocho cervezas cada uno. En ese momento nació el tema reina de las bebetas: el despecho. Yo le conté mi desamor y luego él hizo lo propio. En ese momento supusimos que la cerveza era demasiado mansa para el carácter del tema en discusión. Pedimos, por lo tanto, media botella de aguardiente. Al término de la primera ronda de conclusiones pedimos la otra media. Las tinieblas se filtraban por las rendijas del atardecer. Mi primo me invitó a que nos sentáramos a ver pasar a la causante del agravio.

A los diez minutos estábamos sentados en una banca de madera con la tercera media. Tomamos pausadamente hasta que pasó la ex novia con el ex marido en el carro de ella. Mi primo se enfureció de tal modo que azotó contra el piso la botella que tenía en la mano. ¡Cálmese; no sea güevón!, le dije a mi primo; en vez de romper botellas contra el suelo debe destrozar todas las cosas que le regaló ella. Él me miró fijamente a los ojos; sopeso las palabras, se quitó el reloj de la muñeca y lo lanzo contra el piso con toda la fuerza que dio el brazo. El reloj quedo indemne en el piso. Lo levantó y lo azotó de nuevo. Nada. Lo tome y fustigue la acera con él. Nada. Hombre, le dije a mi primo; creo que hay que ponérselo a las llantas del alimentador de transmilenio. Tiene razón primo, me respondió. Al ver llegar el bus verde mi primo lanzó el reloj bajo las llantas de este. Cuando el aparato salió del paradero pudimos observar, para nuestra alegría, que el reloj yacía despedazado en el asfalto. ¡Eso le pasa por perra! Le grito mi primo a los fragmentos suponiendo, quizás, que estos le transmitirían los improperios a la donante. Recogió las piezas, me las dio y me dijo: déjelas debajo de la puerta para que se dé cuenta que la odio. Fuimos hasta el conjunto donde vivía. Busqué la casa y le metí, como me pidió mi primo, los pedazos por la rendija de la puerta. En la portería, mientras tanto, mi primo la llamó para decirle que era una perra.

Salimos del lugar rumbo a una tienda. En ella compramos un litro de aguardiente. Tomamos un poco en la misma silla que esperamos a la traidora y luego, cuando el frío nos acobardó, subimos al apartamento. Allí mi primo bebió un trago más y se quedó dormido en el sofá. Yo, aburrido, decidí llamar a la culpable de mis desamores...


jueves, marzo 20, 2008

Semana Santa


(Ensor)


Para la mayoría de mortales la semana santa es un período aburrido y vacio. En mi caso la semana santa trae el recuerdo de tomatas interminables. Me acuerdo, por ejemplo, la bebeta de 1995.

La tarde del miércoles santo llegaron a mi casa dos primos (Oswaldo y Mauricio) y el tío Edgar. Su visita era para invitarme cordialmente a un viaje a Villa de Leyva. Yo gustoso acepté. Esa noche ellos se quedaron en la casa y en la madrugada del jueves salimos rumbo al colonial pueblo. A las diez de la mañana estábamos desayunando en una cafetería que queda al lado del terminal de transporte. A las once de la mañana tomamos el colectivo que nos llevó a dónde mi abuelo. A las doce del día estábamos catando la primera cerveza de la jornada. A las cuatro de la tarde decidimos bajar a saludar a mi abuelo. Yo bajaba medio ebrio a causa del trasnocho y de mi inexperiencia. Recuerdo claramente que nos sentamos a tomar guarapo mientras aparecía alguien. No me acuerdo qué paso después, lo cierto es que cuando me desperté la casa estaba llena de personas con guitarras y panderetas. Sus canciones, más cercanas a los chillidos, me retumbaban en mi atontada cabeza. Diez minutos después llegó Javier.
-¿ya le pasó la borrachera?, dijo él con tono burlón
-creo que sí; pero aún estoy mareado. ¿Quiénes son los que cantan?
-Son unos señores que trajo Martha.
-Evangélicos, supongo.
-sí.
-Menos mal que no me han visto o sino ya hubieran empezado con la cantaleta que el trago es malo; que Dios me va a castigar, etc.
-¿cómo que no lo han visto? No se acuerda que usted salió vomitando por esa ventana cuando ellos estaban almorzando. Me dijo Javier señalándome la ventana que comunica el cuarto donde estábamos y el comedor.
-No, no me acuerdo. ¿Qué más paso?, le dije con voz pastosa.
-Nada; yo lo jalé y lo saqué a que vomitara al lado del lavadero.
-Gracias.

Al siguiente día, cuando abrí los ojos, escuché a los señores evangélicos que iban a bendecir el desayuno con un conjunto de salmos que serían amenizados con una docena de canciones.
Paila; no hay desayuno, pensé mientras me ponía el pantalón. A los diez minutos ya me hallaba tomándome la primera cerveza en la tienda de Don Joaquín. Quince minutos después llegaron el tío Edgar y Oswaldo espantados por los chillidos de los religiosos. Una hora después llegó Mauricio con cara de aburrimiento.
-¿Lo pusieron a cantar alabanzas al señor? Le preguntó el tío con tono socarrón.
-Sí, contestó tenuemente.
Le ofrecimos una cerveza y seguimos tomando hasta que llegó Javier. Él nos avisó que los señores evangélicos se preparaban para hacer una celebración que duraría, según el criterio del organizador, el resto de la tarde. Paila, no hay almuerzo, pensé al tiempo que recibía la duodécima cerveza del día. Ese día volvimos a la casa a media noche en una borrachera incomparable.

Al siguiente día los cánticos iniciaron a las seis de la mañana en tanto que nosotros iniciamos la bebeta a las siete de la mañana y la concluimos al filo de la media noche. El sábado las alabanzas iniciaron a una hora que osciló entre las tres y las cinco de la mañana. Ese fue el único día que pudimos desayunar. A las nueve de la mañana los hermanos de la fe volvieron de una caminata y se dispusieron a bendecir al señor por las maravillas naturales que vieron durante la peregrinación. A esa hora partimos para la tienda a iniciar nuestro acto litúrgico de emborracharnos como marineros desamparados hasta la media noche.

El domingo las antífonas iniciaron poco después que nos acostáramos y terminaron, según relató Javier, a las once de la mañana. Nosotros llegamos a las ocho de la mañana al templo del alcohol hasta las dos de la tarde, una hora después que los evangélicos se despidieron de nosotros en la tienda. Nos bañamos y nos comimos las costillas de gallina que quedaron en una olla acompañadas de tres cucharadas de arroz. Subimos a la carretera a esperar a Roque, el esposo de una prima, quien nos había prometido días atrás llevarnos hasta el pueblo. A los diez minutos llegó Roque con Jaime y Mayerly. Les invitamos una cerveza que aceptaron gustosos. Roque dijo que no podía tomar cerveza porque estaba recuperándose de una operación que le practicaron semanas atrás. A la tercera cerveza, sin embargo, Roque aceptó tomar la mitad de una cerveza. A los quince minutos él estaba más prendido que los que llevábamos tomando todo el día. La bebeta se animo y al filo de las siete de la noche cambiamos de tienda debido a que el tío Edgar se tenía que despedir de su novia. En la siguiente tienda Osvaldo se recostó en un palo que sostenía unas tejas de zinc ocasionando que el palo se corriera y las tejas me cayeran encima. El suceso causó risa entre los circunstantes que a esta hora bordaban la decena. A las doce de la noche, después de visitar ocho tiendas, estábamos tomando y bailando en la tienda que estaba en la entrada del hipódromo. Llegamos al pueblo a las tres de la mañana. Cuando entramos a la casa de nuestra prima, la esposa de Roque, esta pegó tal alarido que supimos que las cosas se pondrían difíciles. Salimos los tres con nuestras maletas a tomar en el terminal mientras amanecía y así podernos devolver a nuestra amada Bogotá…


martes, marzo 18, 2008

Mujeres y evocaciones

Las mujeres son capaces de enderezar un riel arqueado con su terquedad mineral al tiempo que pueden salir con los ojos lluviosos de una película de Meg Ryan. Así son las mujeres: persistencia de acero y sensibilidad de algodón. Sus palabras, en las tempestuosas noches del infortunio, calientan al tembloroso corazón o, en las esquinas de la desobediencia, golpean nuestros oídos como relámpagos asesinos. Las mujeres levantan hombres caídos o entierran soles altivos en el miasma del dolor. Encienden hogueras de pasión o invitan a los más dulces sentimientos.

Yo no he sido, por supuesto, ajeno a ellas. Las mujeres, en mi caso, son fértil semilla para las praderas de la escritura, así como han sido abierto campo de reflexiones. Sus reprimendas han rectificado los extraviados pasos y sus caricias han apaciguado mis días de melancolía. Pero ¿Quiénes son ellas? ¿Dónde y cómo las conocí? Las próximas entradas narran cómo las trajo el arroyo del tiempo a mi vera y cómo fue el primer beso, la primera vez que la vi o cómo conquistaron mi corazón.

Doy, pues, paso a las historias para que ellas les transmitan las emociones que originaron sus almidonados ojos o sus tersas palabras.

Luz Amparo


(Monet)


Me encontraba en la secas ramas del estudio cuando Luz Amparo me arrebato con sus tersas palabras. Los hechos y acontecimientos que marcaron el inició de nuestra relación estuvieron marcados por corazonadas y presagios.

El cuatro de diciembre del año pasado llegué a estudiar al departamento de matemáticas. Antes de iniciar la jornada de ocho horas de estudio pasé por la sala de cómputo para mirar mi correo. En la sala me encontré con Amparo. Le conté que estaba despechado a causa de Mónica. Le mostré, incluso, algunos vallenatos que tenía guardados en el correo. Al final de la conversación le dije que presentía que una mujer iba a llegar a mi vida antes que terminara el año. Amparo, días después, me confeso que sintió la corazonada que era ella a la que yo me refería.

Al siguiente día tuve clase de álgebra abstracta y luego de la clase salí a almorzar con un grupo de compañeros. Al término del condumio nos devolvimos a la universidad a dormir en un pastizal. A los diez minutos de haberme tendido en la pradera sentí la necesidad imperiosa de ir al edificio de matemáticas. Me levante, me despedí de los adormilados compañeros y me fui al templo del conocimiento. En el salón de estudio me encontré a Amparo. Ella me dijo que estaba pensando en mí. Me senté a hablar con ella toda la tarde. A las cuatro de la tarde, cuando decidí irme a estudiar apareció Oscar Velandia, quien, al vernos dijo: los estaba buscando. Amparo y yo nos miramos con asombro. Les traigo trabajo, continuó Oscar. Quiero que, por favor, me corrijan este escrito que tengo que presentar mañana. Nos sentamos a corregirle el documento a Oscar. Al terminarlo del trabajo nos fuimos a Artes a tomar tino. Allí nos encontramos con unos amigos de Luz (Bárbara y Nicolás). En medio de la conversación Amparo me dijo que comprara el pasaporte porque adquirirlo es de buena suerte para viajar. Cuando me dijo eso sentí un corrientazo premonitorio que aún no logro entender. Cuando la conversación decayó decidimos levantarnos para tomar nuestros respectivos destinos: Luz para su casa, sus amigos para un bar que se llama comedia y yo para la biblioteca.

Al siguiente día me levanté desanimado. Me levanté al medio día, desayuné y me acosté a dormir. A las cuatro de la tarde almorcé y a las cinco me dio un ataque súbito de irme a la universidad. Me bañé, metí el libro de álgebra en la maleta y me fui a la universidad convencido que iría a estudiar.

Cuando llegué a alma mater me fui para la biblioteca Central. Cuando estaba en la plaza che sentí un impulso irreprimible de irme al departamento de matemáticas. Me fui con la curiosidad palpitándome en la cabeza. Entré, subí las escaleras y me fui directo al salón de estudio. Allí me encontré con tres viejos amigos. A los dos minutos apareció Amparo. Nos fuimos, como siempre, para Artes a tomar tinto. Allí nos encontramos, de nuevo, Bárbara y Nicolás. Bárbara, en medio de la conversación, invitó a Luz a Comedia. Amparo se mostró renuente a ir. Yo, inexplicablemente me incluí en la conversación (no acostumbro hacerlo) y le dije a Bárbara: tranquila que yo la llevo a Comedia. Luz ante esto no pudo oponerse.

Cuando íbamos para Comedia, en la puerta de la universidad, Amparo me dijo: supongo que sabes porqué nos estamos viendo todos los días; yo no tenía idea alguna. No, no sé por qué nos hemos visto estos tres días, le contesté. Lo que pasa es que… inició Luz, dejando una pausa larga, casi infinita. El silencio dominó a las tinieblas y al frío de la noche capitalina. El mundo se detuvo un instante. Lo que pasa es que tú me gustas, concluyó con voz tensa. Mmmhhhh, ahhhh, era eso, respondí; no hay problema, no hay ningún inconveniente, no pasa nada. Vamos para Comedia y luego hablamos de eso, ¿te parece? Concluí serenamente. El sosiego repatrió su barca de banderas raídas y mástil apolillado a la dársena de nuestra amistad.

En Comedia conversamos sin hablar, las palabras y los comentarios que hacía Bárbara o Nicolás sonaban como el eco de recuerdos. ¿Qué hago? Era la pregunta que se anclaba a mis pensamientos. AL final de la velada nos paramos en la puerta y decidimos quién se iba con quien: Bárbara con Nicolás y yo con Amparo. Entramos, de nuevo, a la universidad. Caminamos hablando de frivolidades. Cuando cruzamos la plaza che llegó la respuesta a la pregunta: hágale, bésela apenas pueda; deje las reflexiones para otras materias, en el amor el que piensa pierde.
En transmilenio nos encontramos con una prima. Hablamos de todo un poco. Luego me llamó Mónica. Sentía la tensión en el aire: Amparo se sentía incómoda, yo me estaba enredado, mi prima sospechaba la dinámica de la situación.

Cuando llegamos al portal Amparo estaba muy nerviosa. Yo estaba aplomado: la situación la tenía asida por el mango. Amparo abrió el grifo de frases y comentarios; yo, entre tanto, dejaba que la tensión se diluyera en el torrente de palabras. Cuando las palabras habían transformado las púas en pastoso nudos le di un beso apasionado…


sábado, marzo 15, 2008

Carolina


(Leu)

En el campo del amor hay un lugar muy especial para los amores contrariados. Ellos, con sus dientes de pétalos y su sonrisa de alcohol, abaten la arrogancia de la juventud. Este es uno de ellos.

A Carolina Rodríguez la conocí una noche de mediados de diciembre de 1999. El día inició con unos tragos de aguardiente con unos compañeros de semestre. Al medio día me encontré con el negro, con Walther y con Astrid. Nos acostamos - después de ir a lingüística a acompañar a Astrid a buscar una profesora- en el potrero frente a química a tomar vino toda la tarde. A las cinco de la tarde se nos unió Suárez. A las siete de la noche el negro me preguntó si quería ir a bailar; la pregunta me pareció extraña, fuera de tono incluso; sí, no veo porque no, le contesté; ¿Quiénes van?, le pregunté. Las amigas de Astrid; me respondió el negro. ¿y están buenas?, inquirí; Sí, me dijo el negro al tiempo que levantaba los labios en señal de convencimiento. A las ocho de la noche salimos todos los mencionados con una caja de Moscato Pasito en la mano hacía el centro. Nos bajamos en la 19 y caminamos hacia la Jiménez por la carrera tercera. Cuando llegamos frente al bar Antifaz, Astrid dijo: ¡Ahí están, ya vuelvo! No le presté atención (estaba muy concentrado en abrir la nueva caja de vino con la boca y con las llaves delapartamento). A los cinco minutos llegó Astrid con dos jovencitas: una tenía gafas, una nariz un poco larga, labios ligeramente gruesos y una dotación generosa de pecas; la otra era una morenita muy agradable y bastante atractiva. Será caerle a alguna de estas viejas, me dije mientras cruzaba miradas con las dos. Les presento, dijo Astrid, a mis amigas; él es Walther, él es Suárez y él es Diego; mucho gusto, les dije mientras levantaba el brazo derecho; yo soy motas. Ellas, las dos amigas de Astrid, se miraron con algo de asombro; ah, motas, repitieron débilmente y al unísono. No le preste atención y seguí tomando de la caja que tenía en mi zurda.

Meses después (el 20 de abril de 2000), llamé a Astrid o ella me llamo-no lo recuerdo bien-; el caso es que me dijo que una amiga suya necesitaba un libro sobre Hölderlin (para ser exactos ella no se acordó del nombre del escritor), y quería que yo le hiciera el favor. No creo que pueda, le contesté; estoy un poco ocupado con un ensayo para el contexto Revolución Industrial; sin embargo, concluí, dame el teléfono haber si le puedo ayudar en algo. Esa misma tarde la llamé, pero lo único que me respondió al otro lado fue una contestadora diciendo: hola, llamas al xxx; sí necesitas a Carolina o si te gustó mi voz, marca uno, si no, marca dos. Parece que tiene buen humor la amiga de Astrid, me dije al tiempo que sonaba el pito. Lindo mensaje, dije al infinito silencio que sobreviene al pitido; soy Diego, amigo de Astrid; ella me dijo que necesitabas que yo te prestara un libro, o algo así; si aún lo necesitas llámame al xxx. Esa noche me llamo Carolina a las nueve; recuerdo que hablé muchísimo con ella –cosa rara en aquellos tiempos -. Recuerdo que cuando colgué sentí un leve cosquilleo en la boca del estómago; inmediatamente me abalancé contra la pila de libros que tenía en mi cuarto y busqué afanosamente todo lo relacionado con Hölderlin; al filo de la media noche encontré el artículo que me daría, pensé en ese momento, la excusa para llamarla al siguiente día. Al otro día, en efecto, la llame para comunicarte el feliz hallazgo: tenía un artículo que le serviría para hacer el trabajo. Quedamos de encontrarnos al día siguiente, el jueves santo, frente a la biblioteca Luís Ángel. Recuerdo que llegué diez minutos tarde a la cita. Iba subiendo por la calle once hacia la carrera cuarta cuando sentí la mano derecha en mi brazo izquierdo; volteé a mirar y era una muchacha bastante pecosa que me miraba con una sonrisa sincera. ¿Hace mucho llegaste? Me preguntó. No, acabo de llegar, le respondí en tanto intentaba interpolar la imagen de esta mujer con la de una de las dos amigas que Astrid me había presentado meses atrás. ¡Claro! me dije un segundo después; ya se quién es. Vamos a tomar gaseosa, le dije; sí, gracias, me contestó. Estuvimos buena parte del día hablando y conociéndonos…


miércoles, marzo 12, 2008

Sandra


(Dalí)

En el impreciso límite que divorcia la timidez de la prudencia camine durante los meses que Sandra trabajó en la panadería de su papá.

Toda la historia comienza el 26 de julio del 2004. Ese día salí a las diez de la mañana para llegar a clase de once. Frente a la portería me di cuenta que tenía un billete de veinte mil pesos que causaría la mirada iracunda del conductor de la buseta convergiendo luego en la tersa venganza del referido: una docena de billetes viejos de mil unidos a un manojo de monedas de cincuenta y de cien pesos. Ante este hecho decidí comprarme un paquete de cigarrillos y una caja de chicles para cambiar el billete. Para tal efecto me dirigí a la panadería que era el establecimiento que quedaba más cerca del paradero de busetas.

Cuando llegué al lugar no encontré a nadie; la panadería estaba desierta: las mesas solas, las vitrinas abandonadas al polvo que el viento traía y un radio aullando para nadie. Buenas, grité con enérgica voz. Nadie contestaba. Buenaaas, grité con más fuerza. Nadie. ¿Dónde está la señora que atiende? Me pregunté al tiempo que miraba el reloj. Di media vuelta resignado a recibir irascibles miradas de choferes de busetas y el consecuente escarmiento de billetes viejos. Al tercer paso escuche la voz de una mujer: a la orden. Giré lentamente hasta quedar frente a una muchacha de veintitantos años; pómulos amenazantes; seriedad a prueba de sismos y una inquietante mirada. Me vendes una cajetilla de cigarrillos y una caja de chicles, por favor, le dije sopesando cada sílaba en el viento. Claro, respondió ella con un tono neutral. Dio media vuelta para luego empinarse con el propósito de alcanzar los cigarrillos que descansaban a dos metros de altura. Yo entretanto miraba de abajo hacia arriba el espectáculo: gemelos de medidas apetitosas; dos muslos que incitaban a la exploración táctil; dos nalgas ajustadas a la proporción áurea; cintura de líneas convergentes; cabello rojizo… ¡qué rico! Me dije con una emoción que contigua a la demencia. Cogió los cigarrillos y me los entregó con una mirada fulminante a los ojos. ¡uyyy, se dio cuenta de la inspección visual! Pensé al tiempo que le sostenía la mirada. Después de tres segundos de contienda visual ella tomó el billete y se fue a la caja a darme las vueltas. No se te olviden los chicles, le dije con voz alegre. No se me han olvidado, me contestó secamente. Los tomó de una caja que estaba debajo de un afiche de harinas el lobo (rinde que da gusto). Me entregó los chicles y el cambio con desdén. Gracias, dije; di media vuelta, y luego me fui hasta el paradero de buses.

Los encuentros y desencuentros se multiplicaron a lo largo del año y medio que ella estuvo en esa panadería. Algunas veces hablábamos con mucha fluidez, en otras ocasiones me arrojaba un magro saludo. Hubo momentos, incluso, en los que juré que yo le gustaba. Hubo períodos, sin embargo, en los que transitaba en la certeza que le importaba menos que un comino partido.

Un buen día de semana santa ella no volvió a atender. Supuse que se había ido de vacaciones y que, días después, retornaría a su trabajo. Durante seis meses fui todos los días a comprar el pan del desayuno con la esperanza de verla con su penetrante mirada detrás del mostrador. Desalentado le dije a mi mamá que indagara por el paradero de Sandra porque yo tenía curiosidad de saber dónde se había ido. Mi mamá, fiel al encargo, averiguó que Sandra nunca volvería a atender la panadería puesto que su papá la había vendido.

A mediados del año pasado fui comer con mi hermana y su novio a un restaurante que queda cerca de acá. Cuando íbamos a sentarnos me di cuenta que Sandra (mi Sandra) estaba sentada en la mesa del lado con un niño y una niña de tres años, y con un bebé que dormía mansamente en un coche. Ella se estaba comiendo un helado y los niños coloreaban unas cartillas que les dan a los niños en ese sitio.

Hola, le dije con ternura. Ella se quedó mirándome fijamente a los ojos con cara de “¿quién es este tipo?”. Haciendo caso omiso a su mirada de desconcierto seguí preguntando: ¿cómo te ha ido? Hace bastante tiempo que no te veo. Ella, más curiosa que prevenida, siguió con la mirada fija en mis ojos. No sabes la falta que me has hecho, continué; desde que te fuiste no volví a comprar pan en la panadería. En ese momento sus ojos brillaron porque sus recuerdos hallaron el camino extraviado en los recovecos del tiempo. ¡Que lindo!, me dijo con la sonrisa que años atrás intimidaba a mi melancolía. ¿Cómo está tu mamá? ¿Todavía estás estudiando? Continuó. Sí, aún sigo en la universidad. ¿Qué ha sido de ti? Le contesté. Bien; estoy viviendo en las casas que quedan cerca de Cafam, me dijo con la mirada refulgente. Ahh. ¿Estos niños son tuyos?, le pregunté. No todos. Él es mi niño, dijo señalando al impuber que estaba en la silla del lado; ella es mi sobrinita, y este es mi cosita preciosa, dijo al tiempo que sacaba del coche un bebe de ocho o diez meses. Ahh, dije con la certeza que la conversación concluía en ese momento. Nos hablamos ahorita, le dije al tiempo que daba vuelta para responder la pregunta de la mesera. Durante los diez minutos que intenté hablar con mi hermana y mi cuñado sentí la mirada de Sandra clavada en mi espalda. Cuando Sandra les dijo a los niños que se iban sentí nostalgia. Ella se paró y empezó a caminar. Al tercer paso, cuando estaba frente a mi mesa, me dijo adiós…


viernes, marzo 07, 2008

Mónica

Hay amores que crecen al margen de la distancia y que hunden sus raíces en la tierra de la melancolía con bastante fuerza; la siguiente historia resume un amor con estas características.

La noche del 29 de diciembre del 2006 yo estaba chateando en un portal llamado chatear.com. La noche transcurría normalmente hasta que me encontré con una colombiana en este mismo sitio (lo cual era muy extraño ya que el noventa por ciento de los integrantes de este lugar son chilenos y argentinos). A los pocos minutos sabía que era una barranquillera de treinta y cuatro años de edad y que era una doctora de saludcoop. A las tres de la mañana ella me dijo que se tenía que ir porque tenía turno al otro día; me dió el correo y me dijo que le escribiera; yo le prometí que le escribiría sin falta al otro día.

Al siguiente día me levanté a las tres de la tarde; me desayuné y me senté a escribir dos correos que tenía pendientes: el de una amiga argentina que había conocido días antes en el mismo portal y el de la barranquillera. A las nueve y media de la noche ella me contestó contándome que tenía una hija y que era separada. Me preguntó qué autores le aconsejaba para leer. Recuerdo que este correo me llenó de alegría. Le contesté con toda la arrogancia que cabe en esta cabeza: le sugerí autores y libros rebuscados que, si bien es cierto me gustaron, pretendían descrestar. Ella contestó a esta andanada con buenos propósitos para el próximo año…

Los correos iban y venían hasta que el seis de enero nos encontramos casualmente en el chat de gmail. Ese día chateamos más de seis horas y le pude conocer la voz gracias a que ella me llamó al celular. La primera impresión que tuve al hablar con ella fue la idea que me estaba mintiendo puesto que su voz no era la de una mujer de treinta y cuatro años. Después de tres minutos de charla me di cuenta que su voz sonaba así porque estaba muy nerviosa.

De ahí en adelante mezclábamos todas las formas de comunicación posibles en esas circunstancias: chats, llamadas telefónicas, e-mails y cartas tradicionales. Todo venía en ritmo ascendiente hasta que el sábado 20 de enero ella me propone que seamos novios. Yo sin titubear acepto, iniciando así nuestro noviazgo.

Hoy hace un año, el 8 de marzo de 2007, nos vimos por primera vez. A las siete de la mañana me llamó para saludarme y me encontró de malgenio gracias a que tenía que presentar un parcial de análisis matemático I y no había estudiado nada. Nos peleamos durante media hora hasta que entré al salón a presentar el parcial. Cuando concluyo el tiempo del examen hablamos y nos reconciliamos. Me fui para el apartamento a alistar mi ropa que utilizaría en el fin de semana... Como llegue al aeropuerto media hora antes de lo acordado, me senté en una sala a esperar que arribara ella. Cuando faltaban diez minutos me puse bastante nervioso: las manos me empezaron a sudar, me sentí mareado y con náuseas. Cuando vi en la pantalla que el avión había aterrizado estuve tentado a salir corriendo. Tome aire, me paré y me fui caminando lentamente hacia la muelle de salida. Empezaron a salir un grupo de hombres ataviados con impecables trajes de paño, luego unas muchachas con camisetas y jeans raídos… salían y salían personas y yo no veía a Mónica salir. ¿Será que ya salió y no me di cuenta? Me preguntaba al tiempo que me ponía más nervioso. ¿Qué hago si ya salió? ¿Será que la llamo? Me hice un ovillo de preguntas. A los pocos segundos vi la silueta de una mujer flaca, alta, hermosa. La sombra se fue diluyendo hasta hacerse mujer. Sí, era ella. Flaca, la llame con la voz temblorosa. Ella giró la cabeza hacia mí y se vino lentamente. Yo empecé a temblar sobrenaturalmente. Ella al verme tan nervioso le dió risa al tiempo que me daba un beso en la mejilla. Yo le di un mamut de peluche que había comprado la semana anterior. Lo miró con ternura y me dio un abrazo que trajo algo de sosiego a mi alma. Ella, acto seguido, tomó de entre los brazos del mamut la rosa que este sostenía y a la que sólo le sobrevivía un pétalo. Me miró con cara de “¿esto es una flor?”. Levanté los hombros en señal de “no sé qué paso con la rosa; ella estaba completa hace media hora”. Tomé la maleta y nos fuimos a buscar un taxi…

miércoles, febrero 13, 2008

Atracos


En los meandros de la oscuridad, en la tenebrosa esquina de un callejón o debajo de un puente esperan pacientemente los ladrones callejeros. Ellos, en la mayoría de casos, nos abordan con una petición humanitaria: “me regala una moneda para comer” y nosotros, todo corazón, toda bondad, accedemos a la solicitud. Minutos después tenemos al caco, cuchillo en la diestra, pidiéndonos de la manera más descortés todo el metálico que traemos en nuestros bolsillos.

Mis experiencias con estos señores han sido particulares. Hace nueve años iba caminando por la carrera cuarta a las ocho de la noche cuando me salió un individuo con la convencional pregunta: “tiene una moneda”. No, no tengo monedas, le contesté secamente. Entonces, me contestó repentinamente, bájese de todo. Entre las tinieblas alcancé a ver el cuchillo que sacaba de la manga. Espere, no se ponga así, le dije con ternura. Vea hermano, continúe, lo que pasa es que de verdad no tengo plata: sólo tengo dos mil pesos y los tengo que hacer alcanzar para hoy y mañana. Mañana me toca ir al médico porque estoy muy enfermo. Si no me cree acá tengo el tac que me tomaron. El asaltante sacó las placas que traía entre la maleta y las miró a la luz de la ventana de una tienda con sumo cuidado. Luego sacó el dictamen del radiólogo y lo leyó detenidamente. Creo que está jodido, concluyó después de la auscultación. Me entregó las placas del tac; las guardé en la maleta y empecé a caminar como si no hubiera pasado nada. ¿Usted para dónde va? Me gritó el ladrón. Para mi casa, le contesté con naturalidad. ¿Y nuestro negocio qué? Me preguntó. ¿Negocio? ¿Cuál negocio? Le respondí. Pues lo de la plata, no se haga el güevón. No le dije que sólo tengo dos mil pesos y los tengo que hacer alcanzar para hoy y mañana, le respondí con manifiesto disgusto. Pero no se ponga bravo ñero, tampoco es para que se ponga así, me contestó el señor caco. Hagamos una cosa, continúo, deme mil quini y vea cómo hace mañana. No, ni mierda, le contesté; Le doy mil y quedamos a mano. Listones, me contestó el delincuente. ¿Tiene mil pesos? le pregunté. Claro ñero, me contestó en tanto sacaba monedas del bolsillo. Le di el billete de dos mil y el me dio mil pesos en monedas. Al finalizar la transacción nos dimos la mano y cada uno tomo su camino. A los cinco pasos el tipo me dijo: váyase rápido y con cuidado que por acá atracan. Los dos nos reímos sinceramente y seguimos nuestras rutas.

En otra ocasión yo salía de comprar un cable y una clavija para el teléfono de la sala cuando me cogió un indigente y me lanzó con fuerza contra una pared. Al intentar escaparme el atracador me puso el pico de una botella a milímetros de la cara. ¿Cuánto vale su vida? Me preguntó con tufo de bóxer. Yo metí apresuradamente la mano al bolsillo del pantalón y saqué una moneda de mil pesos. El mendigo la cogió y luego me soltó para ver si no era falsa. Al comprobar la legalidad de esta sacó del bolsillo una moneda de doscientos pesos, me la dio y se fue arrastrando su pie izquierdo por la carrera novena.

lunes, febrero 04, 2008

Años maravillosos

(Cabeza-Miró)
Anoche me encontré con Rodrigo, mi primo. Después que lo dejé recordé algunas anécdotas que vale la pena enumerar en este rincón.
1.
31 de diciembre de 1995. Estamos aburridísimos Rodrigo y yo. No sabíamos qué hacer en un pueblo olvidado de la mano de Dios. Miramos el suelo con desinterés.
-Marica, me dice Rodrigo, ¿qué hacemos para pasar este aburrimiento?
- Pidámosle plata a alguien para comprarnos una botella de aguardiente y, aunque sea, emborracharnos, le respondí con desgano.
Fuimos, en efecto, a la tienda donde sabíamos que estaban mis papás. Entramos, saludamos a los concurrentes y luego le dije a mi papá: tiene plata que me dé. Él, sin inmutarse, metió la mano al bolsillo y me dio diez mil pesos.
-¿para qué es la plata? Pregunta mi mamá con marcado interés.
-para gastársela, ¿para que más la va a querer?, responde mi papá secamente.
En una caseta ubicada en la plaza compramos una botella de aguardiente y una cajetilla de cigarrillos. Luego nos sentamos sobre un andén a tomarnos el aguardiente. Al tercer trago aparecen dos mujeres hermosas, hermosísimas de algún rincón de nuestro delirio.
-¿vio eso marica?, le pregunto estúpidamente a Rodrigo
-Claro güevón, no soy ciego, me responde él con sincera alegría.
A los diez minutos las mismas sílfides cruzan frente a nosotros. El destino, el tierno y dulce destino, pienso mientras Rodrigo da un largo sorbo de aguardiente…
A la una de la mañana estamos lo suficientemente prendidos para olvidar el tedio ocasionado por la edad y el lugar. Estamos acompañados por dos primas. Reímos y nos burlamos del abismo de la tristeza. Cuando el ánimo estaba en la cúspide del paroxismo aparecen las bellas mujeres. La música, en ese momento, desplaza el murmullo de los bebidos circunstantes. Suena, lo recuerdo como si fuera ayer, una canción titulada “el marciano” cantada por “el general”. Rodrigo, en un ataque de extravagancia, sale a bailar a la mitad de la plaza este burdo remedo de música. La risa de mis primas y la mía no cesaron hasta que Rodrigo no termino su grotesco baile. Minutos después salieron a la tarima seis señores con ruana y patillas pobladas. El animador los presentó como los “hermanos amado”. Luego de la presentación los interpelados entonaron canciones de carranga. Yo, que a la sazón llevaba aproximadamente tres cuartos de botella de aguardiente en la cabeza (media patrocinada por mi papá y un cuarto gotereado a los concurrentes), le sugerí a Rodrigo que sacáramos a bailar a las náyades. Él, tímido a pesar de la embriaguez, dudó. Yo, con la valentía etílica latiéndome en las venas, salí en pos de una de ellas con pasos firmes.
-Bailamos, le dije a la primera de ellas.
-bueno, dijo ella con sincero interés.
Cuando llevaba dos minutos de baile Rodrigo sacó a la otra sílfide…
2.
Julio de 1996. Estamos Rodrigo y yo caminando por una carretera rumbo a “el papayal”, una vereda que queda ocho kilómetros antes de Moniquirá. Caminábamos con la ilusión de vernos con las sílfides que habíamos conocido a comienzos de año en Sora, el pueblo de nuestros papás. El sol, insoportable en su viaje, nos tenía agobiados en grado sumo. Cuando ya íbamos llegando empezó a llover torrencialmente. Corrimos hacia una tienda. Cuando entramos todos nos miraban con desconfianza, con recelo quizás. Al escampar salimos apesadumbrados y sin ganas de hablar. En la salida de la tienda a Rodrigo casi lo patea una mula, lo cual me hizo reír un poco.
Al vernos llegar las doncellas nos hicieron señas inescrutables. Yo, ignorante en las artes gestuales, le pregunte a viva voz qué quería decirnos. Por respuesta escuché el grito de un joven: ¿qué quieren hijueputas? Rodrigo y yo nos miramos y caminamos hacia el lugar a el que dedujo Rodrigo indicaban las señas. A los dos minutos salió una de ellas y hablamos con ella unos minutos. Cuando la conversación estaba tornándose amena dijo ella: mi papá. ¡Que bien, me dije yo, ahora nos invitarán a seguir! Mi papá, dijo ella con mayor énfasis. Por alguna razón entendí que el papá se avecinaba con propósitos hostiles.
-Rodrigo, vámonos, le dije en tono sereno.
-Rodrigo que nos vayamos güevón, le dije con voz seca.
-¡Rodrigo vámonos ya mismo! Le dije a voz en cuello
Él, ojos puestos en los senos de la adolescente, me dijo: ya voy marica.
Cuando escuchamos la dulce voz del papá lanzando improperios y rastrillando el machete contra las piedras supimos la extensión de nuestro error. Salimos corriendo hasta que nuestras piernas se rindieron…
3.
Julio de 1996. Once de la noche. Estamos en la casa de mi abuelo extenuados por la caminata de cinco horas hecha desde el pueblo de Arcabuco. Estamos tomando guarapo que sabe a vinagre para saciar la sed que araña las entrañas. Después de comer un tomar sopa nos acostamos a dormir. Minutos después escucho a Rodrigo gritar, salto rápidamente y prendo la luz. Veo dos hormigas inmensas mordiéndole la nariz. Río a carcajadas hasta que siento el punzón de una de ellas mordiéndome los dedos…
4.
Julio de 1996. Son las nueve de la noche y estamos en Tunja. Al parecer no vamos a salir de esta ciudad. Estamos desorientados y perplejos de nuestros actos: salir corriendo detrás de un bus para que nos lleve a un pueblo diminuto en la falda de una montaña y luego, no contentos con esta estupidez, bajar en un colectivo hasta esta pequeña ciudad. Nos tocará quedarnos a dormir en la calle, pienso en tanto pateo una piedra. Veo que esta rueda hasta una maleta que descansa sobre la tierra. Levanto la mirada y veo a tres hermosísimas mujeres. Me acerco y les preguntó: ¿a dónde van? A Villa de Leyva, me responden dos de ellas en coro. ¡Uy, se nos apareció la virgen!, pienso para mis adentros. ¿Ustedes saben, inquiere una de ellas, si hay transporte a esta hora? No, respondo. Pero si ven un carro venir sáquenle la mano. A los dos minutos apareció un carro; ellas sacan la mano al vehículo. El carro frena en seco, levantando polvo. Nos acercamos corriendo al vehículo. Baja la ventana eléctrica del copiloto y sale la cara de un hombre de veintitantos años. ¿para dónde van? Pregunta interesado. Para Villa de Leyva, contesta una de las jovencitas. Yo las llevo con gusto, contesta el alegre joven…
Después de media hora de viaje y de varias preguntas del señor a las muchachas nos pregunta: ¿dónde se conocieron con ellas? No, no las conocemos, respondo yo con una sonrisa surcándome el rostro. ¡Ah no! Responde él con cara de sorpresa; entonces ¿por qué los estoy llevando?...