jueves, marzo 20, 2008

Semana Santa


(Ensor)


Para la mayoría de mortales la semana santa es un período aburrido y vacio. En mi caso la semana santa trae el recuerdo de tomatas interminables. Me acuerdo, por ejemplo, la bebeta de 1995.

La tarde del miércoles santo llegaron a mi casa dos primos (Oswaldo y Mauricio) y el tío Edgar. Su visita era para invitarme cordialmente a un viaje a Villa de Leyva. Yo gustoso acepté. Esa noche ellos se quedaron en la casa y en la madrugada del jueves salimos rumbo al colonial pueblo. A las diez de la mañana estábamos desayunando en una cafetería que queda al lado del terminal de transporte. A las once de la mañana tomamos el colectivo que nos llevó a dónde mi abuelo. A las doce del día estábamos catando la primera cerveza de la jornada. A las cuatro de la tarde decidimos bajar a saludar a mi abuelo. Yo bajaba medio ebrio a causa del trasnocho y de mi inexperiencia. Recuerdo claramente que nos sentamos a tomar guarapo mientras aparecía alguien. No me acuerdo qué paso después, lo cierto es que cuando me desperté la casa estaba llena de personas con guitarras y panderetas. Sus canciones, más cercanas a los chillidos, me retumbaban en mi atontada cabeza. Diez minutos después llegó Javier.
-¿ya le pasó la borrachera?, dijo él con tono burlón
-creo que sí; pero aún estoy mareado. ¿Quiénes son los que cantan?
-Son unos señores que trajo Martha.
-Evangélicos, supongo.
-sí.
-Menos mal que no me han visto o sino ya hubieran empezado con la cantaleta que el trago es malo; que Dios me va a castigar, etc.
-¿cómo que no lo han visto? No se acuerda que usted salió vomitando por esa ventana cuando ellos estaban almorzando. Me dijo Javier señalándome la ventana que comunica el cuarto donde estábamos y el comedor.
-No, no me acuerdo. ¿Qué más paso?, le dije con voz pastosa.
-Nada; yo lo jalé y lo saqué a que vomitara al lado del lavadero.
-Gracias.

Al siguiente día, cuando abrí los ojos, escuché a los señores evangélicos que iban a bendecir el desayuno con un conjunto de salmos que serían amenizados con una docena de canciones.
Paila; no hay desayuno, pensé mientras me ponía el pantalón. A los diez minutos ya me hallaba tomándome la primera cerveza en la tienda de Don Joaquín. Quince minutos después llegaron el tío Edgar y Oswaldo espantados por los chillidos de los religiosos. Una hora después llegó Mauricio con cara de aburrimiento.
-¿Lo pusieron a cantar alabanzas al señor? Le preguntó el tío con tono socarrón.
-Sí, contestó tenuemente.
Le ofrecimos una cerveza y seguimos tomando hasta que llegó Javier. Él nos avisó que los señores evangélicos se preparaban para hacer una celebración que duraría, según el criterio del organizador, el resto de la tarde. Paila, no hay almuerzo, pensé al tiempo que recibía la duodécima cerveza del día. Ese día volvimos a la casa a media noche en una borrachera incomparable.

Al siguiente día los cánticos iniciaron a las seis de la mañana en tanto que nosotros iniciamos la bebeta a las siete de la mañana y la concluimos al filo de la media noche. El sábado las alabanzas iniciaron a una hora que osciló entre las tres y las cinco de la mañana. Ese fue el único día que pudimos desayunar. A las nueve de la mañana los hermanos de la fe volvieron de una caminata y se dispusieron a bendecir al señor por las maravillas naturales que vieron durante la peregrinación. A esa hora partimos para la tienda a iniciar nuestro acto litúrgico de emborracharnos como marineros desamparados hasta la media noche.

El domingo las antífonas iniciaron poco después que nos acostáramos y terminaron, según relató Javier, a las once de la mañana. Nosotros llegamos a las ocho de la mañana al templo del alcohol hasta las dos de la tarde, una hora después que los evangélicos se despidieron de nosotros en la tienda. Nos bañamos y nos comimos las costillas de gallina que quedaron en una olla acompañadas de tres cucharadas de arroz. Subimos a la carretera a esperar a Roque, el esposo de una prima, quien nos había prometido días atrás llevarnos hasta el pueblo. A los diez minutos llegó Roque con Jaime y Mayerly. Les invitamos una cerveza que aceptaron gustosos. Roque dijo que no podía tomar cerveza porque estaba recuperándose de una operación que le practicaron semanas atrás. A la tercera cerveza, sin embargo, Roque aceptó tomar la mitad de una cerveza. A los quince minutos él estaba más prendido que los que llevábamos tomando todo el día. La bebeta se animo y al filo de las siete de la noche cambiamos de tienda debido a que el tío Edgar se tenía que despedir de su novia. En la siguiente tienda Osvaldo se recostó en un palo que sostenía unas tejas de zinc ocasionando que el palo se corriera y las tejas me cayeran encima. El suceso causó risa entre los circunstantes que a esta hora bordaban la decena. A las doce de la noche, después de visitar ocho tiendas, estábamos tomando y bailando en la tienda que estaba en la entrada del hipódromo. Llegamos al pueblo a las tres de la mañana. Cuando entramos a la casa de nuestra prima, la esposa de Roque, esta pegó tal alarido que supimos que las cosas se pondrían difíciles. Salimos los tres con nuestras maletas a tomar en el terminal mientras amanecía y así podernos devolver a nuestra amada Bogotá…


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