miércoles, mayo 07, 2008

Primer día en el batallón

Recuerdo que todos estábamos con ganas de pegarnos un tiro aquella tarde de enero. Llevábamos más de una semana escuchando “mañana los bajan al batallón”. La desilusión, a estas alturas, nos había tomado por asalto y ya no queríamos bajar al maldito batallón: queríamos, en su lugar, hundirnos hasta el cuello en la carroña de la que se alimentaba la compañía de instrucción. En ese momento, cuando todos veíamos volar los moscos bajo la canícula, oímos el grito de algún dragoneante: “hasta tres para formar”. Nos levantamos sin ganas y fuimos a apiñarnos en lo que debía ser un pelotón.

Después de una larga disertación sobre el compromiso de los soldados y cosas de ese jaez el capitán Días anunció lo inesperado: tienen diez minutos para arreglar sus cosas que en media hora bajan al batallón. El asombro dominó las filas. Todos corrimos sin concierto hacia nuestros alojamientos para alistar nuestras pertenencias.

Diez minutos después estábamos, en efecto, con tula y baúl frente al campo de paradas. Media hora después llegó el capitán Días; miro las desordenadas filas de soldados; miro el piso y luego dijo: ¿quiénes saben cocinar? todos nos miramos con asombro. ¿No hay ningún hijueputa que cocine? Interrogó con disgusto manifiesto. Un par de manos tímidas emergieron del quinto pelotón. Al frente, gritó el capitán. ¿Quiénes saben tocar instrumentos?, volvió a interrogar; algunas manos asomaron en las filas. Los interrogantes siguieron hasta que sólo quedamos el grupo de soldados que no sabíamos hacer nada. Bueno, dijo el capitán en tono desabrido, ustedes son una vergüenza; no sirven ni para tener una puerta. A partir de este momento ustedes hacen parte de la compañía Girardot, la que será, téngalo por seguro, la peor compañía del ejército. Nos dimos la mano en señal de camaradería y de respeto.

Después de una inspección de intendencia nos subimos al camión que nos llevaría al anhelado batallón.

Cuando llegamos a él todos los soldados antiguos tenían una tabla en la mano. Cuando el primero de nosotros bajo del camión golpearon las tablas contra paredes y pisos al unísono con tal coordinación que sólo sonaba un tablazo amenazador. Los vamos a matar a tablazos hijos de puta, gritaban una vez pararon de golpear pisos y paredes. El recibimiento fue, lo confieso, muy intimidante. Después del conteo, la entrega de intendencia y la asignación de catres nos fuimos a comer.

Al regresar de la comida formamos y se leyó la guardia que iría a prestar esa noche. Yo estaba en el grupo. Me asignaron fusil y munición para ir a prestar esa noche en la casa del procurador…

****
Cuando regresaba de la guardia estaba tan cansado que me tire en el camión, desoyendo la recomendación de los dragoneantes, a dormir. Me despertaron un par de patadas en la espalda del suboficial de servicio. Baje del camión, hice las reglamentarias veintidós lagartijas y me fui a entregar el fusil.

Después del desayuno me acosté en el catre para reponer algo del sueño perdido en la semana anterior. Una hora después me despertó un cabo de un tablazo (ese, definitivamente, no era mi día). Levántese hijueputa, me dijo; ¿no ve que hay revista de armamento? Gracias al sueño no entendía qué me decía. El caso es que saque el baúl de abajo del catre; tome de él las cartucheras y en el momento que iba a sacar los proveedores de ellas entendí porque estaba prohibido dormir en el camión: porque le robaban los proveedores a los que se dormían. Sentí un corrientazo desde la cabeza hasta las verijas. ¡Me robaron! ¡hijueputa me robaron! Concluí después de dos segundos de estupor. Desde la puerta de la compañía el cabo me insultaba porque no salía rápidamente. ¿Qué hago? Me preguntaba en un estado vecino al pánico. En un momento de iluminación me dije: robémosle los proveedores al centinela del baño ya que él presta sin armamento. Busqué su baúl, lo abrí con los alicates que me acompañaron durante una buena parte del servicio, extraje de él dos proveedores y la toalla para colocar sobre ella el armamento (no quería ensuciar la mía). Salí radiante.

En la mitad de la revisión apareció el centinela del baño. Me asuste un poco pero conservé el aplomo. Dos minutos después estaba el centinela revisando todos los proveedores. ¡hijueputa vida! Me decía constantemente mientras se acercaba el soldado.

Se paró frente a mí y me dijo: usted es muy güevón; ¿no se dio cuenta que los proveedores están marcados? Bajé la mirada y vi, en la esquina inferior, una abolladura que hasta ese momento creí causada por el uso. Mi primero, dijo el soldado con voz neutra, ya los encontré. Se vino el sargento viceprimero con cara de poco amigo. Se paró frente a mí, me miró a los ojos y me dijo con voz suave: soldado; está usted detenido. Así, con esas palabras y con esa puntuación. Sonreí. ¡Este man está mamando gallo!, pensé después de emitir un suspiro. ¿Cree que soy un payaso? Me preguntó el sargento. No mi primero, le respondí con tranquilidad. En ese caso mi soldado, empiece a quitase las cucardas, los cordones y las presillas que está detenido; me dijo con tono neutro; Vélez, continúo, tráigame las esposas que están en la oficina. Yo miraba para todo lado esperando encontrar una explicación en los gestos de perplejidad de los demás soldados. ¡Que se quite las cucardas, los cordones y las presillas soldado! Me dijo el sargento con tono seco. Me las quité como él me pidió. Llegó Vélez con las esposas. El sargento cerró una en mi muñeca derecha. Sígame, por favor, me dijo al tiempo que sonaba el clack de la esposa. En ese momento mi conciencia me abandonó. Llegamos al primer catre; siéntese, me dijo el sargento; me senté; cerró el gancho libre de la esposa en la varilla del catre.

Después de estar una hora mirando el piso con la mente en blanco llegó el sargento. Deje esa cara que la única violada que duele es la primera, las demás serán placenteras, me dijo con tono socarrón; Vélez, tráigale los cordones, las cucardas y las presillas al soldado, continuó. Y usted, me dijo mirándome fijamente a los ojos, tiene cinco minutos para conseguir esos proveedores para que no continúe el proceso disciplinario por robo. El proceso, mi soldado, ya está en curso; yo no lo quiero joder; consígase los proveedores y decimos que se los habían escondido y todo queda ahí. Al término de la frase me levanté y salí frenético a buscar los proveedores. Al minuto de empezar mi búsqueda se me acercó un soldado y me dijo: yo sé lo que usted está buscando; deme diez mil por cada proveedor. ¡Listo! ¡no hay problema!, le respondí con la voz temblorosa...