miércoles, marzo 12, 2008

Sandra


(Dalí)

En el impreciso límite que divorcia la timidez de la prudencia camine durante los meses que Sandra trabajó en la panadería de su papá.

Toda la historia comienza el 26 de julio del 2004. Ese día salí a las diez de la mañana para llegar a clase de once. Frente a la portería me di cuenta que tenía un billete de veinte mil pesos que causaría la mirada iracunda del conductor de la buseta convergiendo luego en la tersa venganza del referido: una docena de billetes viejos de mil unidos a un manojo de monedas de cincuenta y de cien pesos. Ante este hecho decidí comprarme un paquete de cigarrillos y una caja de chicles para cambiar el billete. Para tal efecto me dirigí a la panadería que era el establecimiento que quedaba más cerca del paradero de busetas.

Cuando llegué al lugar no encontré a nadie; la panadería estaba desierta: las mesas solas, las vitrinas abandonadas al polvo que el viento traía y un radio aullando para nadie. Buenas, grité con enérgica voz. Nadie contestaba. Buenaaas, grité con más fuerza. Nadie. ¿Dónde está la señora que atiende? Me pregunté al tiempo que miraba el reloj. Di media vuelta resignado a recibir irascibles miradas de choferes de busetas y el consecuente escarmiento de billetes viejos. Al tercer paso escuche la voz de una mujer: a la orden. Giré lentamente hasta quedar frente a una muchacha de veintitantos años; pómulos amenazantes; seriedad a prueba de sismos y una inquietante mirada. Me vendes una cajetilla de cigarrillos y una caja de chicles, por favor, le dije sopesando cada sílaba en el viento. Claro, respondió ella con un tono neutral. Dio media vuelta para luego empinarse con el propósito de alcanzar los cigarrillos que descansaban a dos metros de altura. Yo entretanto miraba de abajo hacia arriba el espectáculo: gemelos de medidas apetitosas; dos muslos que incitaban a la exploración táctil; dos nalgas ajustadas a la proporción áurea; cintura de líneas convergentes; cabello rojizo… ¡qué rico! Me dije con una emoción que contigua a la demencia. Cogió los cigarrillos y me los entregó con una mirada fulminante a los ojos. ¡uyyy, se dio cuenta de la inspección visual! Pensé al tiempo que le sostenía la mirada. Después de tres segundos de contienda visual ella tomó el billete y se fue a la caja a darme las vueltas. No se te olviden los chicles, le dije con voz alegre. No se me han olvidado, me contestó secamente. Los tomó de una caja que estaba debajo de un afiche de harinas el lobo (rinde que da gusto). Me entregó los chicles y el cambio con desdén. Gracias, dije; di media vuelta, y luego me fui hasta el paradero de buses.

Los encuentros y desencuentros se multiplicaron a lo largo del año y medio que ella estuvo en esa panadería. Algunas veces hablábamos con mucha fluidez, en otras ocasiones me arrojaba un magro saludo. Hubo momentos, incluso, en los que juré que yo le gustaba. Hubo períodos, sin embargo, en los que transitaba en la certeza que le importaba menos que un comino partido.

Un buen día de semana santa ella no volvió a atender. Supuse que se había ido de vacaciones y que, días después, retornaría a su trabajo. Durante seis meses fui todos los días a comprar el pan del desayuno con la esperanza de verla con su penetrante mirada detrás del mostrador. Desalentado le dije a mi mamá que indagara por el paradero de Sandra porque yo tenía curiosidad de saber dónde se había ido. Mi mamá, fiel al encargo, averiguó que Sandra nunca volvería a atender la panadería puesto que su papá la había vendido.

A mediados del año pasado fui comer con mi hermana y su novio a un restaurante que queda cerca de acá. Cuando íbamos a sentarnos me di cuenta que Sandra (mi Sandra) estaba sentada en la mesa del lado con un niño y una niña de tres años, y con un bebé que dormía mansamente en un coche. Ella se estaba comiendo un helado y los niños coloreaban unas cartillas que les dan a los niños en ese sitio.

Hola, le dije con ternura. Ella se quedó mirándome fijamente a los ojos con cara de “¿quién es este tipo?”. Haciendo caso omiso a su mirada de desconcierto seguí preguntando: ¿cómo te ha ido? Hace bastante tiempo que no te veo. Ella, más curiosa que prevenida, siguió con la mirada fija en mis ojos. No sabes la falta que me has hecho, continué; desde que te fuiste no volví a comprar pan en la panadería. En ese momento sus ojos brillaron porque sus recuerdos hallaron el camino extraviado en los recovecos del tiempo. ¡Que lindo!, me dijo con la sonrisa que años atrás intimidaba a mi melancolía. ¿Cómo está tu mamá? ¿Todavía estás estudiando? Continuó. Sí, aún sigo en la universidad. ¿Qué ha sido de ti? Le contesté. Bien; estoy viviendo en las casas que quedan cerca de Cafam, me dijo con la mirada refulgente. Ahh. ¿Estos niños son tuyos?, le pregunté. No todos. Él es mi niño, dijo señalando al impuber que estaba en la silla del lado; ella es mi sobrinita, y este es mi cosita preciosa, dijo al tiempo que sacaba del coche un bebe de ocho o diez meses. Ahh, dije con la certeza que la conversación concluía en ese momento. Nos hablamos ahorita, le dije al tiempo que daba vuelta para responder la pregunta de la mesera. Durante los diez minutos que intenté hablar con mi hermana y mi cuñado sentí la mirada de Sandra clavada en mi espalda. Cuando Sandra les dijo a los niños que se iban sentí nostalgia. Ella se paró y empezó a caminar. Al tercer paso, cuando estaba frente a mi mesa, me dijo adiós…


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