viernes, octubre 30, 2009

Primer amor

Me encontraba en una piñata con un payaso ramplón y un mago prodigioso. Estaba, gracias a un inexplicable giro de la reunión, bailando con una niña mayor en edad y estatura. Los adultos, entretanto, aplaudían y reían de mis toscos pasos. Milena, frente a las risas, se balanceaba con la gracia de una bailarina de ballet. El payaso anunció, al final de la canción (que imagino, por la fecha y el lugar, un merengue), que ganamos, ella y yo, una muñeca y un juego de carpintería, respectivamente. Recibo el premio con el corazón galopándome y con la convicción que ha sido la mayor vergüenza de mis escasos cinco años. El único consuelo, pienso en ese momento, es el hecho de tener serrucho, puntillas y martillo para capotear el tedio del siguiente día. Los adultos piden, en el instante en el que me disponía retirarme de la sala, en coro aplaudido, que le dé un beso a la niña. Ella, imperturbable, acerca su mejilla para que la bese.

La mañana siguiente me despierto con los sentimientos enredados: noto que, a pesar de la alegría de tener juguetes nuevos, un temor muerde mis entresijos. Mi mamá, omitiendo deliberadamente mi mirada confusa, anuncia, en el instante mismo de mi desasosiego, que Milena había bajado una hora antes a buscarme. ¿Milena?, pregunto sobresaltado. Sí, responde; llegó hasta la sala y cuando se dio cuenta que la miraba emprendió la huída. No puedo, en ese momento, reprimir la primera del largo rosario de sonrisas socarronas que han emergido de las comisuras de mis labios ni atajar la concurrencia de emociones y sentimientos. Segundos después pedí a mi mamá que permitiera bañarme y vestirme sin su concurso. Ella, entendida en asuntos del corazón, asintió a mi requerimiento. Minutos después salí del baño con la cara radiante por estrenarme en los usos del amor y jabonosa por inaugurarme en las técnicas de la limpieza. Me vestí con los que juzgué mis mejores pantalones y me calcé los tenis que sólo me ponía en ocasiones especiales. Decidí, después que desayuné con el corazón tocando a rebato, subir al segundo piso. Ella me esperaba al final de las escaleras con una altanería medida al milímetro. Subí con la serenidad de un monje tibetano y cuando llegué al último escalón me incliné y, en un golpe de audacia, le besé la mejilla. Antes que ella tuviera la oportunidad de mirarme o, lo que es peor, de hablarme, huí por las escaleras. Me metí bajo la cama con la alegría y el miedo intrincados. Estuve allí hasta que escuché los papás de Milena despidiéndose en el portón de la casa. Emergí, en ese instante, de la litera para asomarme a la ventana del cuarto. Vi, a través de las cortinas, a Milena mirando hacia la ventana…

El amor, a partir de ese instante, me ha acompañado de las dos maneras en las que él se presenta: por omisión o por persona interpuesta. El primer caso es, por mucho, el más común en mi vida, lo cual, a pesar de ser una suerte (téngase en cuenta que, cada vez que el amor se encarna en una mujer, mi vida se sufre modificaciones mayúsculas), me ha traído aflicciones vecinas de la tortura. El segundo, como queda dicho, ha generado prodigiosos cambios en mi vida (la escritura, sin ir tan lejos, es uno de ellos).

jueves, septiembre 03, 2009

Marjorie

(Fuente de la Imagen)
En las comedias norteamericanas que inundan la televisión y los cines nacionales se acuñó un término que pretende reunir una ristra de fenómenos en sus cuatro palabras: Amor A Primera Vista. Yo, en mi condición de escéptico irredimible, no creía que el tipo de amor que alude esta frase pudiera existir ya que este sentimiento es, entre otras cosas, una construcción desde y hacia la cotidianidad. Pues bien, el miércoles 15 de julio del presente año la vida con su incomparable capacidad de ilustración me enseñó que el amor también se edifica en pocos minutos y que es, acaso, más sólido que el amor que se labra sobre los pantanosos terrenos de la cotidianidad.

Eran las siete de la noche de aquel día. Estaba esperando en la portería de la urbanización La Puerta del Sol, el arribo de Mónica, de Melissa, su hija y de Marjorie, su amiga. Empezaba –o intentaba- acomodarme al calor de Barranquilla. Los residentes observaban con curiosidad a las maletas y a mí –en ese orden-. Yo miraba, entre tanto, el reloj cada dos minutos. Al final de la que imagine fue una larga espera llegó el taxi. Vi la mirada impasible del taxista y al lado la celestial sonrisa de Marjorie (la reconocí porque vi todas sus fotos en el perfil de facebook). Ella se bajo del vehículo y me abrazo con energía. Correspondí su saludo afectuosamente. Hola Cachaquin, dijo después del apretón. Salió Mónica y la abracé con euforia; saludé a la niña y entramos al conjunto

Minutos después de estar en el apartamento extraje el cable telefónico, las clavijas y las uniones que había comprado en Bogotá. Hice las conexiones correspondientes al modem para instalar internet al computador que esperaba en el estudio. Luego de una larga llamada a los técnicos de la compañía que suministra el internet (y de cuyo nombre no ha quedado registro en mi memoria) entraron al estudio para acreditar mis capacidades en la instalación de redes. Marjorie se sentó, para tal efecto, en la silla de la mesa del computador; Mónica en una mecedora grande y a mi correspondió una mecedora que, a juzgar por sus dimensiones, era para niños menores de ocho años. A los pocos minutos de estar todos en el estudio le tomé la mano derecha a Marjorie; contemplé la tersura de su piel y el dulce tono fuliginoso y le di un beso en el dorso. En ese instante un corrientazo navego mi espina dorsal a todo galope; la mire a los ojos y ella respondió con una mirada luminosa.

A media noche estábamos todos acostados en la cama de Mónica. La niña dormía apaciblemente en tanto que nosotros hablábamos de Barranquilla, de Saludcoop, de los miembros de la familia y de amigos en común. En un impulso inexplicable me acerqué a Marjorie y ceñí su cintura con mi brazo izquierdo a la vez que posé mi mentón sobre el hombro de la misma lateralidad (en honor de la verdad quería, en lugar de descargar mi mentón, besar el cuello). Su cuerpo, lo sentí con nitidez, decidió quedarse quieto a pesar del sobresalto producido por mi audacia. Pocos minutos después Mónica se lanzó a las cenagosas aguas del sueño. Marjorie, cuando levanté el brazo para irme, me dijo que me quedara otro rato hablando con ella. Minutos después noté que ella estaba exhausta. Tienes que descansar, dije con firmeza al tiempo que me levantaba. Tome la sábana que estaba enroscada a los pies de la cama. La arropé con suavidad y le di un beso en una mejilla; la mire a los ojos un instante; me acerqué y le di un beso en los labios. Abrió los ojos; ¡la cague!, me dije en medio del pánico; mañana no volverá, rematé con pesadumbre. Apagué la luz y me fui a mi cuarto…

Al otro día me desperté con deseos irreprimibles de estar cerca de Marjorie. Me levanté minutos antes que Mónica y la niña salieran a trabajar y al colegio, respectivamente. Me acosté a su lado, la abracé con ternura y le dije dulcemente, hola. Me hundí en su mirada enigmática. Hola, dijo con voz neutra. Hablamos dos minutos sobre trivialidades hasta que acerqué mi boca a la suya; sentí, un segundo después, la mansedumbre de sus labios abrirse y recibir los míos…