viernes, abril 27, 2007

Mayo de 1.997


Los acontecimientos que más recordamos son, por lo general, el primero y el último de una ristra de sucesos equivalentes. En este caso evocaré la última fiesta en la casa de Bonanza.

A esta residencia, por alguna razón que mi entendimiento no logra desentrañar, convergieron todos los eventos que involucraban bebidas alcohólicas: cumpleaños, fiestas decembrinas, despedidas, o simples y llanas bebetas. Gracias a esto, en este dulce hogar, todos los fines de semana habían gratas reuniones amenizadas por algún, o algunos asistentes, que se excedían en la ingesta del noble licor y que eran, como ustedes se pueden imaginar, objeto de bochornosos episodios que los hacían merecedores de múltiples burlas en la siguiente jornada.

El día que precede a la postrera reunión estaba prestando guardia en una garita que denominaban Hotel por su vecindad con este edificio. Recuerdo que me tocaba la guardia de tres a ocho de la mañana. Cuando subí a la garita – a eso de las cuatro de la mañana- vi que en la garita habían apiladas tres canastas de gaseosa frente a una silla metálica azul clara. ¡Que chimba, me dije; no voy a aullar por cansancio! Me senté en la silla y puse los pies en las canastas; saqué el gozoso cigarrillo de las cuatro; lo prendí y me sumí en las sesudas reflexiones sugeridas por los epígrafes trazados con algún objeto de naturaleza filosa o por los mensajes escritos con esfero en las paredes de la garita. Diez minutos después de que mis pensamientos vagaran por los meandros de la especulación me quedé dormido. A las siete y cuarenta me desperté (recuerdo la hora porque lo primero que hice fue mirar la hora); ¡que foco tan hijueputa! me dije en medio del alborozo ocasionado por la grata siesta. Intenté pararme pero las piernas no me respondían; las toque con fuerza y no sentía nada. ¡Estaban completamente muertas! Las levantaba con mis manos y caían como fardos cuando las soltaba; mire el reloj: siete cincuenta; ¡jueputa, el relevo! Me aferre a la ventana de la garita de tal manera que las piernas quedaran extendidas. Las ocho de la mañana. Las piernas me empezaban a hormiguear tímidamente. Las ocho y diez. Decidí bajar de la garita con las piernas hormigueantes para que no se dieran cuenta de la silla y de las canastas de gaseosa. Para tal fin puse el pie derecho en el estribo, apoyé el peso de mi cuerpo en él; ningún problema; bajé el pie izquierdo hasta el otro estribo, apoye el peso de mi cuerpo en él; la pierna no pudo soportar el peso del cuerpo; intenté devolverme a la garita al tiempo que el fusil se escapaba pesadamente de mi mano derecha; en el intento de atraparlo me solté del manubrio de la garita y caí pesadamente al piso sobre el fusil. Me levanté apoyándome en el fusil. Ocho cuarenta; llega el relevo.

A las nueve y media de la mañana formamos (la guardia saliente) frente al alojamiento. Bueno soplavergas, empieza a decirnos, con alegre voz el sargento, al tiempo que camina de un lado para otro; me imagino que quieren salir a la civil para jartar como perras y para visitar a sus mamás en el chochal; les propongo un negocio: ustedes salen hasta mañana a las nueve de la mañana y cada uno de ustedes me trae veinticinco mil pesos. Todos se entusiasmaron por la propuesta. Tan güevones, me dije; dar toda esa plata para salir un rato; yo le voy a decir al sargento que pailas, que yo no salgo. Entonces, continúo el sargento, vístanse y formen cuando estén listos. Todos salieron corriendo a cambiarse al tiempo que yo le decía al sargento: para solicitarle mi sargento; que quiere soplaverga; contestó él; lo que pasa, dije yo, es que yo no puedo traerle mañana esa plata; por eso yo me quedo acá. Como quiera soldado, contesto secamente. Todos salieron a las diez de la mañana. A las once de la mañana yo estaba durmiendo profundamente cuando me despertó Díaz Abalo, el soldado de régimen interno. Mi sargento lo necesita, me dijo. Salí a buscarlo. Lo encontré en la puerta del alojamiento de cuadros; ¿qué ordena mi sargento? Le pregunté. ¿Sabe una cosa Niño?, a mí me caen bien los que no se regalan por una salida-me decía en tanto veía dos montículos de pasto que se elevan frente al alojamiento-; a los sapos que se regalaron hace un rato, mañana los voy a poner a saltar como chulos. Se quedo pensativo mirando el horizonte. Tiene permiso para salir hasta mañana a las ochocientas, me dijo antes de entrar, en completo silencio, a su morada. Me cambié y salí eufórico por mi buena suerte.

Lo primero que hice, cuando llegué a la casa, fue llamar a Rodrigo. Marica véngase ya que me quiero emborrachar, le dije cuando pasó al teléfono. No güevón, no puedo; me dijo; tengo que hacer un trabajo para el colegio; si quiere nos encontramos por la tarde, a eso de las cinco de la tarde. Listo marica, le dije. Cuando colgué Diana me dijo que si quería ir a una miniteca en Salamandra. Acepte. En Salamandra me encontré con dos compañeros de once (Gerardo Galvis y Eyesid); mame gallo con ellos hasta las cuatro de la tarde. Salimos a las cuatro y media para la casa.

Cuando llegamos al hogar, dulce hogar, estaba Rodrigo esperándome; bueno, dije en voz alta, ustedes perdonaran pero me voy a emborrachar con Rodrigo. Ahora es que se emborrache como el año pasado y vuelva a hacerme quedar mal con mis amigos del colegio, dijo Diana. ¿Es que vienen?, pregunté. Sí; está noche habrá fiesta, respondió ella. En ese caso, continúe, es mejor que esté prendido cuando lleguen. Vamos Rodrigo a ver que compramos para prendernos. Esperen, terció Emiro; en mi pieza hay una botella de ron; compren gaseosa y limones para hacer cubas. Lo que, en efecto, hicimos. A la media hora estábamos departiendo alegremente: Emiro, Rodrigo, Johana y yo. A la hora ya habíamos acabado con la botella. Salimos, Emiro y yo, a comprar otra botella de ron y de gaseosa. Esa segunda redoma, por alguna arcana razón, tardó el doble en liquidarse. A Las nueve de la noche salimos, Johana y yo, a comprar la tercera botella de ron y limones. Cuando llegamos vimos a los primeros concurrentes de la zambra hablando cordialmente. Los salude con un rápido y torpe movimiento del brazo derecho. Entramos a nuestro cubil a continuar con la ingesta etílica. Al término de esta botella entró Yanina al cuarto a preguntarle a Rodrigo si tenía algo de música para poguear. Rodrigo sacó de la chaqueta un casette y se lo dio. A esta altura de la noche, no hace falta decirlo, yo estaba bastante alicorado, al igual que mis compañeros de jarana. Salimos a goterearle trago a los concurrentes. Recuerdo que los compañeros de Diana me daban aguardiente y cerveza con generosidad en tanto indagaban por las particularidades de la vida militar. A la media hora yo estaba en una chalina insuperable.

Cuando escuché que los estridentes compases de la música invitaban a poguear me lancé con la violencia que exige la música a la pista de baile. Recuerdo que la primera patada que lance al grupo mandó de bruces a un joven contra la puerta; este se levanto con iracundo semblante y se lanzó contra otro que estaba a mi lado; él, al ver su malsana intensión, lo recibió con un puñetazo que lo devolvió al lugar de donde se levanto. En segundos se armaron dos bandos; las mujeres empezaron a gritar; la música se apagó. Un minuto después estaba mi tía Gladys en las escaleras diciéndole a los asistentes: esta es una casa decente; acá nadie toma; no voy a aguantar la patanería ni la violencia… A los veinte minutos todos salían para sus casas al tiempo que subíamos cargada, Rodrigo y yo, a Johana al segundo piso a dormir la borrachera.

De los borrachos sobrevivientes (Rodrigo, Emiro y yo) el que se enlodó en el fango del ridículo fue Rodrigo al besar a una amiga de Yanina en la cocina de la casa con el bombillo encendido y al lado de las cortinas. Los que estábamos sentados en la sala veíamos las siluetas trenzándose en apasionados abrazos. Al finalizar la sicalíptica sesión salió primero Rodrigo y, cinco minutos después, la amiga de Yanina, para que “no nos diéramos cuenta”; a los diez minutos que salió ella nos burlamos por espacio de una hora los que nos quedamos; entre mis recuerdos descolla la representación hecha por el hermano de Diego Castillo.

Esa fue la última fiesta en Bonanza sucedida hace casi diez años (ocurrió un día de las primeras semanas de mayo de 1997).

miércoles, enero 03, 2007

31 de diciembre de 1.993


Recuerdo que el 31 de diciembre de 1.993 empezó como un día normal. Me levanté, desayune y me acosté a ver televisión. Ningún presagio, nada. El día era gris; las nubes plomizas viajaban lentamente sobre el Dodge Coronet verde oscuro de mi papá. Las maletas descansaban en el inmenso baúl del carro desde hacia dos horas y la vida transcurría lenta, pegajosa, como todos los 31 de diciembre. Las personas caminaban pausadamente, los pájaros cantaban distraídamente desde su encierro… el timbre del teléfono rompe la calma, de un golpe: Riiiiiiinnnnnggggg Riiiiiiiiinnnnnnngggggg; me levanto lentamente; doy tres pasos, levanto la bocina despacio, sin afán. Alo… quihubo tío; no bien, aquí esperando a mi mamá para irnos… sí, aquí está, ¿se lo pasó? Bueno tío… Papá, al teléfono, es mi tío Eliécer… mi papá apareció por la puerta del cuarto; camino lentamente hasta donde yo lo esperaba con la bocina negra del teléfono…. Alo… ¿qué hace? … no ya salimos… si quiere, pero no se demore que ya es tarde… ¿con quien viene? … no hay problema acá lo esperamos… mi papá colgó y salió con la misma lentitud con la que entró. A los dos minutos entró mi mamá al cuarto; me reprende por el ocio en el que estoy sumido. Me importa un bledo lo que dice, sigo viendo televisión al tiempo que ella me regaña. Llega mi papá a acompañarla en la retahíla. Cambio de actitud. Me levanto y me voy hacia el carro caminando densamente a través del aire espeso del ocaso del año. Abro la puerta del carro y me siento en la silla del conductor a ver dormir un perro blanco con manchas negra (¿o negro con manchas blancas?) me hundo en la contemplación. Concluyo que hay más blanco que negro. El perro abre los ojos rojos; me mira con tristeza, acaso con lástima. Vuelve a bajar la cabeza hasta que esta descansa sobre la mano doblada. Suspira y se interna en la breña del sueño de las once de la mañana. Yo, a la vez, me sumo en el soto de los sucesos estrangulados en la horca del tiempo. Los dos sumidos en nuestros mundos paralelos. Los minutos del 1.993 marchan agónicos hacia la noche postrera. Miro la puerta semiabierta de la casa. Un portón blanco con arabescos que protegen los vidrios martillados. Miro el timón del carro. Lo empiezo a mover a la derecha y a la izquierda; bajo la palanca de cambios, que está enhiesta a la derecha, de un solo golpe tracsss; luego la devuelvo, tracssss. Vuelvo a mirar la puerta blanca…

A la una emergen de la tarde viscosa mi tío Eliécer Con Ofelia y un niño de tres años. Más atrás vienen Manolo, una mujer y una niña de cabello castaño. Todos traían un maletín. ¿Dónde vamos a meter tantas maletas? Pensé. Desde la silla del carro los veo acercarse pesadamente. Cuando están a unos cuantos metros abro la puerta del carro y desciendo para saludarlos. Quihubo tío… ¿qué más manolo?... Quihubo Ofelia… Buenas Tardes. Los interpelados contestaron en el orden que los salude. Mi papá, les dije, está adentro; sigan. Ellos entraron pausadamente. Cuando la última, la niña, quedó visible –hasta ahora siempre había estado detrás de alguien- me di cuenta de su belleza. El corazón empezó a palpitar aceleradamente y el sudor platear las palmas de la mano. Me quede afuera barajando las infinitas posibilidades que comenzaban en esa tarde plomisa. Los minutos salieron de su sopor: trotaban, ahora, alegres. El año empezaba a desmoronarse como un edificio que cae derribado por una detonación. El perro seguía indiferente a los cambios: dormía pesadamente, moviendo el hocico; amenazando a enemigos invisibles. La puerta blanca se abre y detrás de ella aparece mi hermana. Levanta la mano al tiempo que mueve enérgicamente la cabeza en un giro corto hacia la derecha. Me levanto del carro y entró a la casa…

El viaje estuvo amenizado por Ofelia y Rocío (la mujer que venía atrás con Manolo). Se burlaban de la parvedad de los sueldos, así como de la insuficiencia de tiempo libre de sus consortes. Yo oía indiferente. Miraba a los arbustos borrosos correr hacia atrás. Veía las montañas verdes. Sentía la presencia de la niña atrás, quieta, incómoda sobre el chichón que atraviesa el piso del carro. Cuando llegamos a Villa de Leyva bajamos a comprar pan para llevarle a mi abuela. Todos se fueron y nos quedamos los niños: mi hermana, la niña bonita y yo. ¡Es ahora! Me dije emocionado. Camine con el mayor aplomo que pude reunir. Un paso, otro paso, plan, plan; camine sin tropezarse con las piedras; no vaya a ser tan güevón de caerse frente a esta vieja, me dije mientras caminaba hacia el baúl, donde estaba ella. ¿Necesitas que te ayude a cerrar el baúl?, le pregunte con voz falsamente gruesa. No, yo puedo sola, dijo al tempo que lo cerraba con la mano derecha sin ningún esfuerzo. ¿Cómo te llamas?, le inquirí. Carol. Mmmmhhhh, musité sin saber qué decir. Motas, grito mi hermana desde la punta del carro, vamos que mi mamá nos espera. Vamos, le dije a Carol (juro que quise extender mi mano derecha y llevarla cogida de la mano por la plaza del pueblo). Ella me miro a los ojos durante un instante; luego empezó a caminar mirando las piedras. ¿Dónde vives?, le pregunté. En el barrio Eduardo Santos. Pero antes vivía en Jamundí, me respondió sin dejar de mirar las piedras. ¿Conoces Jamundí? Me pregunto después de una espesa pausa. Sí, claro; le contesté sin vacilar. ¡Mentiroso! Me increpo Diana, mi hermana. ¡Usted nunca ha estado allá! ¡ahh, jueputa vida!; no contenta con estorbar con su presencia, me hace quedar como un culo, me dije con rabia. Seguimos caminando hacia la plaza principal. El silencio era cada vez más sólido. Llegamos a la tienda donde estaban los demás. Tomamos gaseosa –mientras ellos tomaban cerveza- hasta que apareció un bus en trance de desarmarse que los llevó hasta la casa de mi abuelo. Nosotros salimos a donde mi abuela…

Horas después, a las once de la noche, salimos Rodrigo -mi primo- y yo en una monareta (aquellas egregias bicicletas de manubrios doblados a la usanza Harley Davidson, y marco de una sola pieza con una fosa entre el manubrio y el sillín). Al subir al pueblo él me llevó en la parrilla que está detrás del inmenso sillín. Casi no subimos, pero llegamos al pueblo. El pueblo estaba lleno de personas tomando cerveza. ¡que mamera, vámonos! Le dije a Rodrigo. Pero ahora yo voy en la parrilla y usted pedalea, me dijo. ¡Claro! Pero bajemos por la pavimentada, dije. Él se subió y empecé a pedalear con cierta dificultad. Cuando llegamos a la otra esquina del pueblo vi la pendiente pronunciada de la carretera pavimentada; asustemos a este marica, me dije en tanto daba un pedalazo. Marica, no pedaleé porque cogemos mucha velocidad, me dijo con voz temerosa. Empecé a pedalear más rápido, tras, tras, tras. ¡Marica! ¡Güevón, deje de joder! Me gritaba atrás Rodrigo. Yo seguía pedaleando más rápido. Tras, tras, tras, tras. La llanta contra el pavimento zumbaba. ¿Qué está haciendo? ¡Nos vamos a matar! Seguía Rodrigo. Estaba feliz. Un momento después oigo como si alguien arrastrara un bulto sobre la arena chhhhhhaaaaaaas; la bicicleta pierde estabilidad, el manubrio empieza a moverse de izquierda a derecha, de derecha a izquierda como si tuviera voluntado propia. Intento estabilizarlo pero no puedo; intento frenar, pero descubro que no tiene frenos. Oigo que Rodrigo se tira de la bicicleta; ssssshhhissss, plaaannnnnn, plannnnnn; oigo cómo da botes por la ladera. El manubrio gira definitivamente a la derecha y la bicicleta me lanza por el aire… plaaaaannnn; caigo en el hombro izquierdo y en la cabeza; salgo a volar nuevamente; plaaaaannnnnn caigo en la espalda; plaaaannn, en la nalgas; vuelo nuevamente; shhhhhhhiiiiissssssss; empiezo a deslizarme por el asfalto; veo el cielo oscuro adornado por una mancha blanca bien definida; la vía láctea, pienso mientras resbalo. Me detengo unos metros más abajo. Silencio. Un minuto después escucho gritar a Rodrigo. Me levanto; siento que me duele el índice derecho. Quiero verlo pero no puedo por la oscuridad. Camino hasta donde él está. ¡Hijueputa!, me increpa. Camino otra vez hacia abajo y recojo la bicicleta. Nos vamos en silencio a la casa…. ¿qué les paso? Pregunta mi tía Florinda con cara de asombro. Nada, que nos caímos, respondo con una sonrisa en los labios. ¿De un carro? Vuelve a inquirir. No, de la bicicleta. Pero es que está sangrando mijito. Miro mi brazo derecho y veo cómo un chorro de sangre lava mi mano derecha. Me asusté muchísimo. Me voy al lavadero a lavarme la sangre. Intento quitarme la chaqueta pero me duele muchísimo. Quítemela marica, le digo a Rodrigo; él se acerca a ayudarme…

A las dos de la mañana estamos todos en el cuarto de mi abuela viendo televisión; sólo se escucha la música que sale del aparato, todos estamos callados. Mi tío Edgar saca un cigarrillo de una cajetilla arrugada que tiene en el bolsillo derecho del pantalón. ¡no joda, no prenda eso! Le censura mi tío Hernan con rudeza. ¡Yo fumo en mi puta casa, no sea hijueputa! Le responde mi tío Edgar. Me tío Hernan se lanzó a golpearlo. Mis tías se lanzan al tiempo a atajarlos. Los gritos de ellas se unen a los improperios que se lanzan los hermanos. De un momento a otro sale mi papá y empuja a mi tío Hernan, este lo insulta. Empiezan nuevamente los gritos y los improperios, pero esta vez los protagonizan los otros hermanos –mi tío Edgar se ha ido-. De un momento a otro veo que mi papá saca el machete que descansa detrás del armario. Salta por encima de todos gritando: ¡yo mato a ese cabrón! Todos se lanzan a detenerlo -menos yo-… Después de media hora de ofensas entre los hermanos, mi tía Gladys convence a mi tío Hernan de que la acompañe a su casa; La trifulca cesa; el silencio entra sigiloso al aposento. ¡Que treinta y uno tan extraño! Pienso en tanto me percato que aún baja un hilo delgado de sangre de mi oreja derecha…