miércoles, febrero 13, 2008

Atracos


En los meandros de la oscuridad, en la tenebrosa esquina de un callejón o debajo de un puente esperan pacientemente los ladrones callejeros. Ellos, en la mayoría de casos, nos abordan con una petición humanitaria: “me regala una moneda para comer” y nosotros, todo corazón, toda bondad, accedemos a la solicitud. Minutos después tenemos al caco, cuchillo en la diestra, pidiéndonos de la manera más descortés todo el metálico que traemos en nuestros bolsillos.

Mis experiencias con estos señores han sido particulares. Hace nueve años iba caminando por la carrera cuarta a las ocho de la noche cuando me salió un individuo con la convencional pregunta: “tiene una moneda”. No, no tengo monedas, le contesté secamente. Entonces, me contestó repentinamente, bájese de todo. Entre las tinieblas alcancé a ver el cuchillo que sacaba de la manga. Espere, no se ponga así, le dije con ternura. Vea hermano, continúe, lo que pasa es que de verdad no tengo plata: sólo tengo dos mil pesos y los tengo que hacer alcanzar para hoy y mañana. Mañana me toca ir al médico porque estoy muy enfermo. Si no me cree acá tengo el tac que me tomaron. El asaltante sacó las placas que traía entre la maleta y las miró a la luz de la ventana de una tienda con sumo cuidado. Luego sacó el dictamen del radiólogo y lo leyó detenidamente. Creo que está jodido, concluyó después de la auscultación. Me entregó las placas del tac; las guardé en la maleta y empecé a caminar como si no hubiera pasado nada. ¿Usted para dónde va? Me gritó el ladrón. Para mi casa, le contesté con naturalidad. ¿Y nuestro negocio qué? Me preguntó. ¿Negocio? ¿Cuál negocio? Le respondí. Pues lo de la plata, no se haga el güevón. No le dije que sólo tengo dos mil pesos y los tengo que hacer alcanzar para hoy y mañana, le respondí con manifiesto disgusto. Pero no se ponga bravo ñero, tampoco es para que se ponga así, me contestó el señor caco. Hagamos una cosa, continúo, deme mil quini y vea cómo hace mañana. No, ni mierda, le contesté; Le doy mil y quedamos a mano. Listones, me contestó el delincuente. ¿Tiene mil pesos? le pregunté. Claro ñero, me contestó en tanto sacaba monedas del bolsillo. Le di el billete de dos mil y el me dio mil pesos en monedas. Al finalizar la transacción nos dimos la mano y cada uno tomo su camino. A los cinco pasos el tipo me dijo: váyase rápido y con cuidado que por acá atracan. Los dos nos reímos sinceramente y seguimos nuestras rutas.

En otra ocasión yo salía de comprar un cable y una clavija para el teléfono de la sala cuando me cogió un indigente y me lanzó con fuerza contra una pared. Al intentar escaparme el atracador me puso el pico de una botella a milímetros de la cara. ¿Cuánto vale su vida? Me preguntó con tufo de bóxer. Yo metí apresuradamente la mano al bolsillo del pantalón y saqué una moneda de mil pesos. El mendigo la cogió y luego me soltó para ver si no era falsa. Al comprobar la legalidad de esta sacó del bolsillo una moneda de doscientos pesos, me la dio y se fue arrastrando su pie izquierdo por la carrera novena.

lunes, febrero 04, 2008

Años maravillosos

(Cabeza-Miró)
Anoche me encontré con Rodrigo, mi primo. Después que lo dejé recordé algunas anécdotas que vale la pena enumerar en este rincón.
1.
31 de diciembre de 1995. Estamos aburridísimos Rodrigo y yo. No sabíamos qué hacer en un pueblo olvidado de la mano de Dios. Miramos el suelo con desinterés.
-Marica, me dice Rodrigo, ¿qué hacemos para pasar este aburrimiento?
- Pidámosle plata a alguien para comprarnos una botella de aguardiente y, aunque sea, emborracharnos, le respondí con desgano.
Fuimos, en efecto, a la tienda donde sabíamos que estaban mis papás. Entramos, saludamos a los concurrentes y luego le dije a mi papá: tiene plata que me dé. Él, sin inmutarse, metió la mano al bolsillo y me dio diez mil pesos.
-¿para qué es la plata? Pregunta mi mamá con marcado interés.
-para gastársela, ¿para que más la va a querer?, responde mi papá secamente.
En una caseta ubicada en la plaza compramos una botella de aguardiente y una cajetilla de cigarrillos. Luego nos sentamos sobre un andén a tomarnos el aguardiente. Al tercer trago aparecen dos mujeres hermosas, hermosísimas de algún rincón de nuestro delirio.
-¿vio eso marica?, le pregunto estúpidamente a Rodrigo
-Claro güevón, no soy ciego, me responde él con sincera alegría.
A los diez minutos las mismas sílfides cruzan frente a nosotros. El destino, el tierno y dulce destino, pienso mientras Rodrigo da un largo sorbo de aguardiente…
A la una de la mañana estamos lo suficientemente prendidos para olvidar el tedio ocasionado por la edad y el lugar. Estamos acompañados por dos primas. Reímos y nos burlamos del abismo de la tristeza. Cuando el ánimo estaba en la cúspide del paroxismo aparecen las bellas mujeres. La música, en ese momento, desplaza el murmullo de los bebidos circunstantes. Suena, lo recuerdo como si fuera ayer, una canción titulada “el marciano” cantada por “el general”. Rodrigo, en un ataque de extravagancia, sale a bailar a la mitad de la plaza este burdo remedo de música. La risa de mis primas y la mía no cesaron hasta que Rodrigo no termino su grotesco baile. Minutos después salieron a la tarima seis señores con ruana y patillas pobladas. El animador los presentó como los “hermanos amado”. Luego de la presentación los interpelados entonaron canciones de carranga. Yo, que a la sazón llevaba aproximadamente tres cuartos de botella de aguardiente en la cabeza (media patrocinada por mi papá y un cuarto gotereado a los concurrentes), le sugerí a Rodrigo que sacáramos a bailar a las náyades. Él, tímido a pesar de la embriaguez, dudó. Yo, con la valentía etílica latiéndome en las venas, salí en pos de una de ellas con pasos firmes.
-Bailamos, le dije a la primera de ellas.
-bueno, dijo ella con sincero interés.
Cuando llevaba dos minutos de baile Rodrigo sacó a la otra sílfide…
2.
Julio de 1996. Estamos Rodrigo y yo caminando por una carretera rumbo a “el papayal”, una vereda que queda ocho kilómetros antes de Moniquirá. Caminábamos con la ilusión de vernos con las sílfides que habíamos conocido a comienzos de año en Sora, el pueblo de nuestros papás. El sol, insoportable en su viaje, nos tenía agobiados en grado sumo. Cuando ya íbamos llegando empezó a llover torrencialmente. Corrimos hacia una tienda. Cuando entramos todos nos miraban con desconfianza, con recelo quizás. Al escampar salimos apesadumbrados y sin ganas de hablar. En la salida de la tienda a Rodrigo casi lo patea una mula, lo cual me hizo reír un poco.
Al vernos llegar las doncellas nos hicieron señas inescrutables. Yo, ignorante en las artes gestuales, le pregunte a viva voz qué quería decirnos. Por respuesta escuché el grito de un joven: ¿qué quieren hijueputas? Rodrigo y yo nos miramos y caminamos hacia el lugar a el que dedujo Rodrigo indicaban las señas. A los dos minutos salió una de ellas y hablamos con ella unos minutos. Cuando la conversación estaba tornándose amena dijo ella: mi papá. ¡Que bien, me dije yo, ahora nos invitarán a seguir! Mi papá, dijo ella con mayor énfasis. Por alguna razón entendí que el papá se avecinaba con propósitos hostiles.
-Rodrigo, vámonos, le dije en tono sereno.
-Rodrigo que nos vayamos güevón, le dije con voz seca.
-¡Rodrigo vámonos ya mismo! Le dije a voz en cuello
Él, ojos puestos en los senos de la adolescente, me dijo: ya voy marica.
Cuando escuchamos la dulce voz del papá lanzando improperios y rastrillando el machete contra las piedras supimos la extensión de nuestro error. Salimos corriendo hasta que nuestras piernas se rindieron…
3.
Julio de 1996. Once de la noche. Estamos en la casa de mi abuelo extenuados por la caminata de cinco horas hecha desde el pueblo de Arcabuco. Estamos tomando guarapo que sabe a vinagre para saciar la sed que araña las entrañas. Después de comer un tomar sopa nos acostamos a dormir. Minutos después escucho a Rodrigo gritar, salto rápidamente y prendo la luz. Veo dos hormigas inmensas mordiéndole la nariz. Río a carcajadas hasta que siento el punzón de una de ellas mordiéndome los dedos…
4.
Julio de 1996. Son las nueve de la noche y estamos en Tunja. Al parecer no vamos a salir de esta ciudad. Estamos desorientados y perplejos de nuestros actos: salir corriendo detrás de un bus para que nos lleve a un pueblo diminuto en la falda de una montaña y luego, no contentos con esta estupidez, bajar en un colectivo hasta esta pequeña ciudad. Nos tocará quedarnos a dormir en la calle, pienso en tanto pateo una piedra. Veo que esta rueda hasta una maleta que descansa sobre la tierra. Levanto la mirada y veo a tres hermosísimas mujeres. Me acerco y les preguntó: ¿a dónde van? A Villa de Leyva, me responden dos de ellas en coro. ¡Uy, se nos apareció la virgen!, pienso para mis adentros. ¿Ustedes saben, inquiere una de ellas, si hay transporte a esta hora? No, respondo. Pero si ven un carro venir sáquenle la mano. A los dos minutos apareció un carro; ellas sacan la mano al vehículo. El carro frena en seco, levantando polvo. Nos acercamos corriendo al vehículo. Baja la ventana eléctrica del copiloto y sale la cara de un hombre de veintitantos años. ¿para dónde van? Pregunta interesado. Para Villa de Leyva, contesta una de las jovencitas. Yo las llevo con gusto, contesta el alegre joven…
Después de media hora de viaje y de varias preguntas del señor a las muchachas nos pregunta: ¿dónde se conocieron con ellas? No, no las conocemos, respondo yo con una sonrisa surcándome el rostro. ¡Ah no! Responde él con cara de sorpresa; entonces ¿por qué los estoy llevando?...