miércoles, enero 03, 2007

31 de diciembre de 1.993


Recuerdo que el 31 de diciembre de 1.993 empezó como un día normal. Me levanté, desayune y me acosté a ver televisión. Ningún presagio, nada. El día era gris; las nubes plomizas viajaban lentamente sobre el Dodge Coronet verde oscuro de mi papá. Las maletas descansaban en el inmenso baúl del carro desde hacia dos horas y la vida transcurría lenta, pegajosa, como todos los 31 de diciembre. Las personas caminaban pausadamente, los pájaros cantaban distraídamente desde su encierro… el timbre del teléfono rompe la calma, de un golpe: Riiiiiiinnnnnggggg Riiiiiiiiinnnnnnngggggg; me levanto lentamente; doy tres pasos, levanto la bocina despacio, sin afán. Alo… quihubo tío; no bien, aquí esperando a mi mamá para irnos… sí, aquí está, ¿se lo pasó? Bueno tío… Papá, al teléfono, es mi tío Eliécer… mi papá apareció por la puerta del cuarto; camino lentamente hasta donde yo lo esperaba con la bocina negra del teléfono…. Alo… ¿qué hace? … no ya salimos… si quiere, pero no se demore que ya es tarde… ¿con quien viene? … no hay problema acá lo esperamos… mi papá colgó y salió con la misma lentitud con la que entró. A los dos minutos entró mi mamá al cuarto; me reprende por el ocio en el que estoy sumido. Me importa un bledo lo que dice, sigo viendo televisión al tiempo que ella me regaña. Llega mi papá a acompañarla en la retahíla. Cambio de actitud. Me levanto y me voy hacia el carro caminando densamente a través del aire espeso del ocaso del año. Abro la puerta del carro y me siento en la silla del conductor a ver dormir un perro blanco con manchas negra (¿o negro con manchas blancas?) me hundo en la contemplación. Concluyo que hay más blanco que negro. El perro abre los ojos rojos; me mira con tristeza, acaso con lástima. Vuelve a bajar la cabeza hasta que esta descansa sobre la mano doblada. Suspira y se interna en la breña del sueño de las once de la mañana. Yo, a la vez, me sumo en el soto de los sucesos estrangulados en la horca del tiempo. Los dos sumidos en nuestros mundos paralelos. Los minutos del 1.993 marchan agónicos hacia la noche postrera. Miro la puerta semiabierta de la casa. Un portón blanco con arabescos que protegen los vidrios martillados. Miro el timón del carro. Lo empiezo a mover a la derecha y a la izquierda; bajo la palanca de cambios, que está enhiesta a la derecha, de un solo golpe tracsss; luego la devuelvo, tracssss. Vuelvo a mirar la puerta blanca…

A la una emergen de la tarde viscosa mi tío Eliécer Con Ofelia y un niño de tres años. Más atrás vienen Manolo, una mujer y una niña de cabello castaño. Todos traían un maletín. ¿Dónde vamos a meter tantas maletas? Pensé. Desde la silla del carro los veo acercarse pesadamente. Cuando están a unos cuantos metros abro la puerta del carro y desciendo para saludarlos. Quihubo tío… ¿qué más manolo?... Quihubo Ofelia… Buenas Tardes. Los interpelados contestaron en el orden que los salude. Mi papá, les dije, está adentro; sigan. Ellos entraron pausadamente. Cuando la última, la niña, quedó visible –hasta ahora siempre había estado detrás de alguien- me di cuenta de su belleza. El corazón empezó a palpitar aceleradamente y el sudor platear las palmas de la mano. Me quede afuera barajando las infinitas posibilidades que comenzaban en esa tarde plomisa. Los minutos salieron de su sopor: trotaban, ahora, alegres. El año empezaba a desmoronarse como un edificio que cae derribado por una detonación. El perro seguía indiferente a los cambios: dormía pesadamente, moviendo el hocico; amenazando a enemigos invisibles. La puerta blanca se abre y detrás de ella aparece mi hermana. Levanta la mano al tiempo que mueve enérgicamente la cabeza en un giro corto hacia la derecha. Me levanto del carro y entró a la casa…

El viaje estuvo amenizado por Ofelia y Rocío (la mujer que venía atrás con Manolo). Se burlaban de la parvedad de los sueldos, así como de la insuficiencia de tiempo libre de sus consortes. Yo oía indiferente. Miraba a los arbustos borrosos correr hacia atrás. Veía las montañas verdes. Sentía la presencia de la niña atrás, quieta, incómoda sobre el chichón que atraviesa el piso del carro. Cuando llegamos a Villa de Leyva bajamos a comprar pan para llevarle a mi abuela. Todos se fueron y nos quedamos los niños: mi hermana, la niña bonita y yo. ¡Es ahora! Me dije emocionado. Camine con el mayor aplomo que pude reunir. Un paso, otro paso, plan, plan; camine sin tropezarse con las piedras; no vaya a ser tan güevón de caerse frente a esta vieja, me dije mientras caminaba hacia el baúl, donde estaba ella. ¿Necesitas que te ayude a cerrar el baúl?, le pregunte con voz falsamente gruesa. No, yo puedo sola, dijo al tempo que lo cerraba con la mano derecha sin ningún esfuerzo. ¿Cómo te llamas?, le inquirí. Carol. Mmmmhhhh, musité sin saber qué decir. Motas, grito mi hermana desde la punta del carro, vamos que mi mamá nos espera. Vamos, le dije a Carol (juro que quise extender mi mano derecha y llevarla cogida de la mano por la plaza del pueblo). Ella me miro a los ojos durante un instante; luego empezó a caminar mirando las piedras. ¿Dónde vives?, le pregunté. En el barrio Eduardo Santos. Pero antes vivía en Jamundí, me respondió sin dejar de mirar las piedras. ¿Conoces Jamundí? Me pregunto después de una espesa pausa. Sí, claro; le contesté sin vacilar. ¡Mentiroso! Me increpo Diana, mi hermana. ¡Usted nunca ha estado allá! ¡ahh, jueputa vida!; no contenta con estorbar con su presencia, me hace quedar como un culo, me dije con rabia. Seguimos caminando hacia la plaza principal. El silencio era cada vez más sólido. Llegamos a la tienda donde estaban los demás. Tomamos gaseosa –mientras ellos tomaban cerveza- hasta que apareció un bus en trance de desarmarse que los llevó hasta la casa de mi abuelo. Nosotros salimos a donde mi abuela…

Horas después, a las once de la noche, salimos Rodrigo -mi primo- y yo en una monareta (aquellas egregias bicicletas de manubrios doblados a la usanza Harley Davidson, y marco de una sola pieza con una fosa entre el manubrio y el sillín). Al subir al pueblo él me llevó en la parrilla que está detrás del inmenso sillín. Casi no subimos, pero llegamos al pueblo. El pueblo estaba lleno de personas tomando cerveza. ¡que mamera, vámonos! Le dije a Rodrigo. Pero ahora yo voy en la parrilla y usted pedalea, me dijo. ¡Claro! Pero bajemos por la pavimentada, dije. Él se subió y empecé a pedalear con cierta dificultad. Cuando llegamos a la otra esquina del pueblo vi la pendiente pronunciada de la carretera pavimentada; asustemos a este marica, me dije en tanto daba un pedalazo. Marica, no pedaleé porque cogemos mucha velocidad, me dijo con voz temerosa. Empecé a pedalear más rápido, tras, tras, tras. ¡Marica! ¡Güevón, deje de joder! Me gritaba atrás Rodrigo. Yo seguía pedaleando más rápido. Tras, tras, tras, tras. La llanta contra el pavimento zumbaba. ¿Qué está haciendo? ¡Nos vamos a matar! Seguía Rodrigo. Estaba feliz. Un momento después oigo como si alguien arrastrara un bulto sobre la arena chhhhhhaaaaaaas; la bicicleta pierde estabilidad, el manubrio empieza a moverse de izquierda a derecha, de derecha a izquierda como si tuviera voluntado propia. Intento estabilizarlo pero no puedo; intento frenar, pero descubro que no tiene frenos. Oigo que Rodrigo se tira de la bicicleta; ssssshhhissss, plaaannnnnn, plannnnnn; oigo cómo da botes por la ladera. El manubrio gira definitivamente a la derecha y la bicicleta me lanza por el aire… plaaaaannnn; caigo en el hombro izquierdo y en la cabeza; salgo a volar nuevamente; plaaaaannnnnn caigo en la espalda; plaaaannn, en la nalgas; vuelo nuevamente; shhhhhhhiiiiissssssss; empiezo a deslizarme por el asfalto; veo el cielo oscuro adornado por una mancha blanca bien definida; la vía láctea, pienso mientras resbalo. Me detengo unos metros más abajo. Silencio. Un minuto después escucho gritar a Rodrigo. Me levanto; siento que me duele el índice derecho. Quiero verlo pero no puedo por la oscuridad. Camino hasta donde él está. ¡Hijueputa!, me increpa. Camino otra vez hacia abajo y recojo la bicicleta. Nos vamos en silencio a la casa…. ¿qué les paso? Pregunta mi tía Florinda con cara de asombro. Nada, que nos caímos, respondo con una sonrisa en los labios. ¿De un carro? Vuelve a inquirir. No, de la bicicleta. Pero es que está sangrando mijito. Miro mi brazo derecho y veo cómo un chorro de sangre lava mi mano derecha. Me asusté muchísimo. Me voy al lavadero a lavarme la sangre. Intento quitarme la chaqueta pero me duele muchísimo. Quítemela marica, le digo a Rodrigo; él se acerca a ayudarme…

A las dos de la mañana estamos todos en el cuarto de mi abuela viendo televisión; sólo se escucha la música que sale del aparato, todos estamos callados. Mi tío Edgar saca un cigarrillo de una cajetilla arrugada que tiene en el bolsillo derecho del pantalón. ¡no joda, no prenda eso! Le censura mi tío Hernan con rudeza. ¡Yo fumo en mi puta casa, no sea hijueputa! Le responde mi tío Edgar. Me tío Hernan se lanzó a golpearlo. Mis tías se lanzan al tiempo a atajarlos. Los gritos de ellas se unen a los improperios que se lanzan los hermanos. De un momento a otro sale mi papá y empuja a mi tío Hernan, este lo insulta. Empiezan nuevamente los gritos y los improperios, pero esta vez los protagonizan los otros hermanos –mi tío Edgar se ha ido-. De un momento a otro veo que mi papá saca el machete que descansa detrás del armario. Salta por encima de todos gritando: ¡yo mato a ese cabrón! Todos se lanzan a detenerlo -menos yo-… Después de media hora de ofensas entre los hermanos, mi tía Gladys convence a mi tío Hernan de que la acompañe a su casa; La trifulca cesa; el silencio entra sigiloso al aposento. ¡Que treinta y uno tan extraño! Pienso en tanto me percato que aún baja un hilo delgado de sangre de mi oreja derecha…