jueves, noviembre 16, 2006

Grado



Hoy -28 de noviembre-hace diez años me encontraba bebiendo desaforadamente. La bebeta la inicie el día anterior por la tarde. Salí de trabajar y me fui directo a la casa de Rodrigo. Cuando golpée la puerta tuve la sensación que esa iba ser la última tomata en buen tiempo, pero la deseche con un gesto. El marica me recibió con una sonrisa y un ¿qué pasó güevón? Nada, le respondí; sólo quiero emborracharme con usted. ¿Y eso? Despecho ¿o qué? Me pregunto con la sonrisa puesta aún en los labios. Nada, lo que pasa es que me gradúo mañana y quiero llegar borracho, o por lo menos enguayabado, le contesté. En ese caso, respondió inmediatamente, espere bajo la plata… mejor suba conmigo mientras lavo la loza y después bajamos a comprar algo. Mientras subíamos yo miraba las escaleras blancas y el filo de hierro que le ponen en los bordes; me recordaban las escaleras de la casa de mis padrinos -lugar donde pase gran parte de mi niñez-. Arriba -en ese tiempo vivía con una tía en un tercer piso- nos tomamos una gaseosa y hablamos mientras ese man lavaba la loza. Cuando terminó fuimos a una cigarrería que quedaba a dos cuadras de la casa; en ella compramos dos botellas de aguardiente barato y un paquete de cigarrillos. A las once de la noche ya habíamos acabado la primera botella. A las once y media llego la tía y se sentó a hablar media hora con nosotros y luego se fue a dormir. A las dos de la mañana Rodrigo saco el único cigarrillo de canela que le quedaba de media cajetilla que le había robado a un amigo, en una noche de juerga, a comienzos de ese año. Tome marica, su regalo de grado, me dijo en tanto me lo daba. Lo prendí con solemnidad. Sentí el sabor jugueteándome entre el paladar y la lengua. Gracias marica, le dije. A las tres de la mañana se acabó la segunda botella de aguardiente; Rodrigo saco un cuncho de algún trago que no recuerdo. Lo tomamos hasta las cuatro de la mañana. Me acosté a dormir en la cama de Rodrigo y él en la cama de Esteban, el primo, y Esteban se acostó con la mamá. A las seis de la mañana me despertó Rodrigo. Me bañe y me fui a mi casa para cambiarme e irme. En la casa me obligaron a bañarme otra vez – nadie creyó que ya me había bañado gracias al tufo de ochenta octanos que cargaba-. Me bañe, me vestí y me tome una foto con un canario mansamente parado en mi mano derecha. Salimos al teatro Astor Plaza. En la entrada del teatro estaba Fula con media botella de aguardiente encaletada en el bolsillo interior de la chaqueta. Apuramos, sin ningún reato de conciencia, tres tragos frente a todo el mundo. Luego Gustavo Navarrete dijo: vamos a tomarnos una cerveza mientras estos hijueputas abren la puta puerta. A las dos cuadras nos sentamos a tomar hasta que alguien dijo: ya abrieron, vámonos. Después que nos asignaron los puestos le dijimos a Ortiz que nos hiciera el favor de cambiarse de puesto para que quedáramos Patiño Diego y yo contiguos. Reímos como nunca en esa ceremonia. Cuando nos dieron los diplomas recuerdo que Martha Mantilla me dijo: espero que no siga como va. Me importó un pepino lo que me dijo y seguí saludando a los demás profesores; cuando terminé de saludarlos di media vuelta y levante la mano con los dedos índices y medio abiertos señalando la victoria obtenida. Después las fotos, los saludos y las presentaciones interfamiliares; luego el almuerzo y la ida a la casa a dormir por la tarde. Por la noche salí a tomar con unos primos hasta el amanecer.

Nabyl





Hace un momento, cuando decidí escribir sobre Nabyl, me asaltó el recuerdo del primer y del último día que nos vimos.

Recuerdo, como acabo de decir, el primer día que hable con Nabyl: era una mañana fría de comienzos de año (seguramente era marzo); Cristina Mora me había echado del puesto porque, según ella, no la dejaba atender clase, ni la dejaba estudiar cuando era necesario hacerlo. Yo, orgullo en ciernes de adolescencia, me fui al único puesto vacante del salón: el pupitre habitado por el más solitario y callado, pero nunca insulso – eso lo puedo jurar sobre una Biblia – Carlos Ortiz. Me fui con los dos cuadernos que siempre llevé en octavo (eran dos cuadernos de cincuenta páginas con la publicidad de de expreso Bolivariano: tenían dibujados, a la vera de la vía por donde circulaba la flota de marras, un par de lechones que Diego Navarrete adorno con ostentosos falos enhiestos), y le dije: Ortiz, ¿me puedo sentar acá? Él levanto la mirada con lentitud y asintió con un tenue movimiento de cabeza. Me senté y miré a los compañeros del puesto de adelante para saber quienes conformarían el grupo de charla y quizás de garbullo. Uno de ellos era un joven callado al que no le conocí la voz hasta la semana siguiente. Al lado de él se hallaba un niño de conversación fácil y trato amable que dijo llamarse Nabyl (¿Na… que?, recuerdo que le pregunté, cuando extendió su mano derecha para presentarse)…

El último día que nos vimos fue precedido por una ingesta de cerveza con Walther-aquel joven callado que compartía el puesto con Nabyl- y el negro. La vida o el destino nos unió esa noche para rememorar los últimos años que pasamos juntos. Recordamos, por ejemplo, la facilidad con la que Henry se excitaba y su clásico incidente en el almacén Éxito; los gemidos que, al filo de una pregunta lanzada al aire por la profesora, emitía Patiño y que, al son de chillidos de marrano, amenizaba la aridez de los días de octavo. Tomamos hasta que, cerca de las tres de la mañana, nos echaron de la tienda y nos fuimos a rematar la tomata en la casa de Walther. Allí seguimos con algunas anécdotas y con algunos comentarios que se fueron apagando al tiempo que la aurora entraba por la ventana del cuarto de Walther…

Todos al otro día salimos de afán a cumplir nuestras obligaciones (era jueves). Salimos Nabyl, el negro y yo hacía la casa del Negro. Hablamos poco mientras llegamos a esta; una vez estuvimos frente al hogar - dulce hogar - del negro nos despedimos del suscrito y continuamos nuestra ruta. Cuando pasamos frente a la panadería del padrino del negro le dije a Nabyl que entráramos porque no me aguantaba más las ganas de tomarme una gaseosa. Pedimos dos coca colas y las apuramos de tres sorbos largos. Salimos rápidamente hacia la calle 68, la cual recibió a Nabyl con la buseta que lo llevaría presto al trabajo…

Quince o veinte días después me llamo Nabyl para preguntarme si conocía alguna vieja que midieran más de un metro sesenta y cinco; le dije que conocía algunas mujeres con la condición pero ninguna tenía la disponibilidad de tiempo que él requería (de hecho nunca supe para que necesitaba mujeres con esas características); hablamos sobre su vida, su novia y su trabajo; “uno se pasa la vida esperando que las maricadas le lleguen, pero cuando le llegan, le llegan”, recuerdo que me dijo como colofón a la enumeración de los aciertos que el destino o el azar le habían atravesado en el camino; y después de una breve pausa redondeo la idea afirmando que “cada uno tiene lo que se merece”. En ese momento le entró una llamada y se despidió con un sencillo “hablamos luego”…

Patiño




El primer recuerdo que tengo de Patiño es una imagen que tiene casi dieciséis años: lo veo parado en la misma fila en la que estoy yo; son las ocho de la mañana y los profesores están distribuyendo los alumnos en siete filas para organizar los cursos. Patiño tiene cara de ser un gamín de siete suelas; está mirando al suelo y parece que está rabón por quién sabe qué razón. Levanta la cabeza hacia donde yo estoy, miro a otro lado para evitarme problemas –ustedes saben: ¿qué mira hijueputa?, ¿me le parecí a su madre o que?-. Eso fue el 3 de febrero de 1991.

Otro recuerdo viejo (quizás el siguiente en antigüedad al que acabo de referir) fue a mediados del mismo año. La profesora Edilma Peña estaba escandalizada porque había alumnos que se escondían en los baños para no entrar a clase, razón que la impulso a convocar, junto con la directora de curso (Aidé Unas Mosquera), una reunión con los alumnos. Después de una larga disertación de Edilma sobre el deber y las obligaciones dio el nombre de los implicados: Patiño, el abuelo, Espinel y creo que Casas. La profesora, al ver la cara de susto de los comprometidos, se envalentono y lanzó la primera pregunta a Patiño: Usted por qué no entró a clase; yo no entré a clase, respondió Patiño con voz firme, porque su clase me parece muy aburridora, y creo que no sirve para nada. Edilma se puso pálida de la ira; no sabía que decir. Patiño tenía la sonrisa del vencedor.

Diego Navarrete




Recuerdo que en octavo (el primer semestre del 1993, para ser exacto) la profesora Ana Delia de Páez nos puso a exponer,a Diego y a mí, el caso especial del trinomio al cuadrado perfecto. Yo le dije a Diego más de una vez que preparáramos la exposición, recuerdo que el marica me decía: no se preocupe que eso es fácil; nos vemos diez minutos antes de entrar del descanso y lo preparamos. Yo estuve esperándolo hasta que sonó el timbre para empezar la clase; ahí fue cuando apareció, estaba tranquilo, como si no tuviera ningún compromiso. Entonces, ¿qué hacemos?, le dije. Usted empieza con la teoría y yo explico el ejemplo. No, ni mierda, le dije; yo hago el ejemplo y usted empieza con la teoría. Listo, respondió. Llegó la profesora y empezó este marica a explicar como pudo –no muy bien, por cierto -. Me tocó el turno a mí; cuando iba en la mitad del ejemplo la profesora me regaño, porque no había preparado, por que era un irresponsable, etc. Luego extendió el regaño a Diego. Creo que ese es el recuerdo más viejo que tengo de Diego Navarrete.

Otro recuerdo que me asalta en este momento también está relacionado con una exposición; en este caso fue en Corferías y fue en el informe que rindió Martha Luz a una gente de la Universidad Pedagógica de su supuesta innovación en la enseñanza de la física. Nosotros estábamos en el están de Expociencia viendo pasar niñas lindas cuando se nos acerca Martha Luz a pedirnos el favor que asistamos a la ponencia; nosotros, caballeros a ultranza, aceptamos la invitación. Recuerdo que la profesora le temblaban las manos y la voz en cada parte de relación que daba. Al final de ella -de la exposición- se le aclaró la voz y dijo: aquí casualmente hay alumnos míos; si quieren les cedo la palabra para que ellos hablen de sus experiencias. En ese momento me di cuenta de la emboscada que nos había tendido. Nos paramos Diego Navarrete, William Lancheros, creo que Rafael –el sobrino de la profesora Luz Estella Vanegas- y yo. Si no me falla la memoria empezó William Lancheros, a quien, al primer despropósito, Diego le pidió (quito, mejor) la palabra para iniciar a hablar maravillas de Martha; minutos después, cuando su discurso empezaba a decaer, tome la palabra, y cuando empecé a enredarme –quizás halla sido cuestión de principios: alabar a la tirana, eso nunca- la retomó Diego, así hasta que todos hablamos. La profesora, una vez se termino la farsa, nos colmó de agradecimientos. Este recuerdo data de octubre de 1995.

Negro





El primer recuerdo que el tiempo me trae del negro sucedió este año. Estamos en un chuzo en la calle 68. Estamos escuchando buen rock; yo estoy tomando té y el negro está tomando Costeña. Empezamos a hablar de todas las personas que conocemos; de nuestros proyectos, de nuestros recuerdos, de nuestras opiniones. El negro me cuenta los pormenores del rompimiento con Astrid; las minucias, los detalles que no había conocido. Siento que nuestra amistad reverdece bajo la tenue luz. Me alegro inmensamente. Al tiempo que el negro habla me digo: ¡que bueno que no he perdido este amigo! Cuándo el chuzo queda solo el negro se para a hablar con el man de la barra y luego me llama para que me integre a la conversación. Minutos después salimos al frío más cabrón que yo haya sentido en mi vida – la neblina era tan densa que no se podía ver más allá de veinte metros -.

Otro recuerdo que me llega en este momento sucedió por allá en el año 2000 (comienzos del segundo semestre). Salimos a tomar el negro, Suárez, Jorge y yo. Teníamos para dos cervezas cada uno. Cuando terminamos con el par de chelas salimos para nuestas casas. No recuerdo porque nos quedamos solos el negro y yo; bueno, el caso es que cuando íbamos llegando a la treinta nos encontramos con mi hermana y con el novio; ¿ya se van?, nos pregunto con curiosidad Diana. Sí porque no hay plata, le contesté. Ella entonces dijo: si es por eso no se preocupen, acompáñeme a tomar una cerveza con Daniel y después nos vamos para la casa. Esperamos a que ella terminara de comerse el perro que estaba degustando y entramos a la tienda a tomar hasta media noche. Luego salimos a coger bus para la casa. Nos montamos en un colectivo que decía Suba Compartir. Llegamos al apartamento y el negro me dijo que tenía hambre. Fui a mirar las ollas y encontré que mi mamá había hecho pasta. Le serví a él y a Daniel; Diana y yo no comimos. Recuerdo que el negro dijo que nunca se había comido una pasta más rica. Al otro día fuimos a la casa de ese man –en el camino me regalaron dos bon ice- y luego arrancamos para el centro porque yo tenía una cita con Carolina Rodríguez. Llegamos una hora tarde a la cita, razón por la que decidimos irnos a pie a la oficina del papá de Carolina a buscarla. Frente al Terraza Pasteur una vieja me pidió un cigarrillo; yo le di el que me estaba fumando; espera, no te vayas, hablemos un rato, me dijo la vieja con el cigarrillo en la mano; yo tengo afán, hablamos después, le contesté. No, quédate, insistió ella. En ese momento el negro se devolvió para saber que pasaba. Al mismo tiempo que venía el negro por la derecha venía por la izquierda un man gritándome groserías; el negro me dijo: camine güevón que esto se puso feo…

Walther





Walther en octavo le tocaba sentarse con Jenny Tanco –no estoy seguro del apellido, pero estoy seguro que se llama Jenny-; esa vieja era altísima y flaquísima, de mal genio pero buena gente. Una mañana Jenny se cambio de puesto porque, decía ella, estaba aburrida. Se fue a sentar con una niña de apellido Urbano (una pequeñita que nunca le conocí la voz). Nabyl llegó presto a ocupar la vacante. Después del descanso Walther se dio cuenta que Jenny había dejado un cuaderno en el puesto; se quedo mirándolo con detenimiento; hasta que encontró el nombre del amado y, ¡vaya sorpresa!, una carta que el pretendido le había enviado. La leímos con voz trémula e impostada Nabyl y yo; nos burlamos de ella hasta que nos cansamos. Al final decidimos botar el cuaderno unos puestos más adelante para que ella no se diera cuenta que le habíamos hurgado su intimidad y para que no supiera que nosotros le habíamos rayado el cuaderno.

Otro recuerdo de Walther data de hace un par de años (la fecha exacta se perdió en la noche del tiempo). Ese día yo me había ido a darle una clase a una sobrina de una amiga-una clase gratis- cerca de la casa de Walther. Cuando la termine me fui a la casa de ese marica a ver si lo encontraba o si había algo para hacer. De pura chimba lo encontré. Nos fuimos un rato a donde el negro a hablar con Carlos y luego nos devolvimos para la casa de él. Luego de un par de cervezas –las cervezas se la tomaron él y un man llamado René que nos encontramos cuando volviamos a la casa de Walther- y unos cigarrillos, salimos hacia la séptima en busca de plan. Después de durar dos horas caminando desde la calle 48 hasta la calle 57, por la carrera séptima, entramos a un bar llamado El Gato Naranja. A los diez minutos que entramos una vieja entró mirándome como si me conociera; yo no le puse mucho cuidado y seguí hablando con Walther. Aburridos de estar parados contra la escalera nos fuimos a sentar a una sala que estaba al lado derecho de la barra. Allí estuvimos hablando mierda y riéndonos como una hora. En este lapso la vieja me miraba, cada vez que pasaba, con sincero deseo. Walther me decía: marica, cáigale, no sea güevón. No, marica, esa vieja está como fea, le contestaba yo. Luego nos paramos y nos fuimos hacia la barra para pasar el rato. En ese momento pusieron una descarga de música que me subió el ánimo –duro cerca de hora y media-; al final de esta me dirigí a la barra a pedirle una cerveza a la vieja que me miraba insistentemente (a estas alturas de la noche ya me había dado cuenta que ella trabajaba ahí, y estaba convencido que le gustaba). Me vendes un águila por favor, le dije con aire de casanova en decadencia; ella me miro a los ojos y me cogió la cara y luego me consintió la cabeza –creí que me iba a dar un beso-. Claro bebe, ya te la traigo. En ese momento ya me estaba animando a hacerle la corte a esa vieja. Minutos después Walther salió a hablar con ella, seguramente le dijo algo de mí –esto último lo infiero del hecho que cuando él estaba hablando con ella me miraba y me señalaba constantemente-; la vieja me miro con resentimiento, dio media vuelta y no me volvió a mirar por el resto de la noche. Cuando estábamos esperando el bus para ir a la casa de Walther vi a la vieja asomarse por la puerta del bar; allí estuvo hasta que cogimos el colectivo. Desde entonces no la he vuelto a ver (Walther la volvió a ver un par de veces más).

Suárez




El recuerdo más vivo de Suárez –y estoy seguro que todos los que conocemos a Suárez desde el colegio lo recordamos con nitidez- sucedió en noveno (1994)-. Estábamos esperando que iniciara la primera clase cuando vemos aparecer a Suárez con los libros en la mano izquierda y la maleta, asida por una hebra, en la mano derecha. Cuando se acerca a nosotros percibimos un olor nauseabundo que nos repelió inmediatamente. Ufff, Suárez, se vomitó, le preguntó alguno de nosotros con clara intención de inaugurar la ristra de insultos y befas. No, yo no fui, respondió Suárez quedamente; fue un borracho que me vomitó la maleta. Primero nos miramos, luego nos reímos a carcajadas, finalmente, nos burlamos de su suerte hasta que llegó el profesor. La maleta estuvo colgada en una ventana toda la mañana –acto que, visto a la luz del tiempo, me parece asqueroso: una maleta vomitada aromatizando el salón-.

El segundo recuerdo me llega del año 2000. Al día siguiente que celebramos el cumpleaños de Walther con una bebeta espantosa, decidimos venirnos para el apartamento a tomar más. Cuando íbamos saliendo Hamer, el hermano de Walther, nos pidió el favor que los ayudáramos, a él y a su amigo, a llevar una batería a suba. Aceptamos y cada uno cogió una parte. En la avenida Carrera 68, Suárez montó una coreografía con los platillos que nos dobló de la risa. Finalmente una buseta nos quiso llevar. En la buseta seguimos riéndonos. Cuando llegamos a la casa armamos, o bueno, armaron la batería Hamer y el amigo, y luego nos vinimos para el apartamento. Acá nos tomamos un jugo que estaba en la nevera. A la hora se fue Hamer y el amigo y quedamos Walther, Suárez y yo hablando de todo. Al rato llegó mi mamá; los saludó, nos hizo algo de comida y después se sentó con nosotros a hablar. Recuerdo que Suárez -después que yo le contara a mi mamá que una mañana Suárez amaneció acostado con Doña Cleotilde- le dijo que le gustaba esa señora (para ser más exactos dijo: esa viejita aguanta). Yo creo que pocas veces me he reído tanto. Después mi mamá se fue a ver televisión y nosotros tres nos quedamos tomando y hablando hasta el amanecer.

Evocaciones Varias


1.

En este momento las penumbras me traen el lejano recuerdo de una mujer que conocí en mayo del año 2000 en la hemeroteca de la biblioteca Luís Ángel; Creo que se llamaba Laura –lo único que los años han borrado es la certeza de su nombre -: era estudiante de literatura; tenía (y espero que los siga teniendo) unos hermosos ojos que le hacía juego a una cara casi perfecta (digo casi porque quizás no se ajuste por milímetros a la proporción áurea). Tenía una risa que iluminaba el recinto y se podría vislumbrar, además, que era portadora un genio agreste como las montañas…

El recuerdo, como venía diciendo, que las sombras me susurran al oído es este:

… ¡Maldita sea! Nada que encuentro el dichoso artículo para hacer el ensayo de la clase de Revolución Industrial; espero que el que estoy esperando sirva de algo… ¿que hora es?... ¡huy hijueputa si pasa volando el tiempo! Yo creo que ya llegó; haber, miremos la hojita chimba...mmmmhhhh sí, esa mierda ya deben de estar… El 7911 por favor; son dos: una revista de… sí, esa; y las lecturas dominicales del… no, el libro grandote que está recostado contra la pared… sí, ese; gracias. Veamos si el artículo sirve… ¡ah, hijueputa, esa vieja cabrona me quito el puesto! Ahora ¿dónde me siento? … ¡nooooo hijueputa! Todas las mesas están llenas… ¡ah, hijueputa!... ¡huy, en esa mesa hay un puesto libre!... disculpa, ¿esta silla está ocupada?…gracias Veamos, mmmmhh, en la página setenta y treeeesss; setenta y dos, aquí está: setenta y tres… ¡ah, hijueputa! ¡Preciso! El mismo artículo que me dejo el monitor en la fotocopiadora, con esto no hago ni mierda; ¡ah, ya que, yo dejo con lo que tengo, me importa un culo!!!… ¿o me pongo a buscar mas bien el libro que me dijo el profesor?... ¿cómo era que se llamaba?...haber, haber, mmmmhhhh ¿las revolucionesss, historia de las … mmmmhhh ¿cómo era?... un momento, esta vieja tiene tres revistas de literatura, de pronto sepa algo; además está como buena… pero debe ser más amargada que el hijueputa, se le nota; pfff, que hijueputa, digámosle; al fin y al cabo no voy a perder ni mierda… oye; discúlpame…no pude evitar ver que estas leyendo revistas de literatura… no sé si podrías ayudarme con un ensayo sobre la revolución industrial; lo que pasa es que quiero hacerlo sobre la literatura durante la revolución industrial…sí, exactamente, sobre el romanticismo…lo que pasa es que el profesor me dio el título de un libro en el que podía encontrar lo que necesito pero no me acuerdo del nombre; no sé, de pronto tú lo sepas; es algo así como la revoluciones literarias, o la literatura en la… ese,¡justamente ese!, espera lo anoto... gracias… ¿en que semestre vas?...¿En tercero? Ya casi llegas a la mitad de la carrera, ¿cierto?... ¿y como te ha parecido? ¿Sí te ha gustado?... yo estudio matemáticas… segundo semestre… no, todavía me quedan nueve semestres, porque este semestre estoy viendo una materia de segundo, una de primero y un contexto… la carrera no me ha gustado mucho; no es lo que esperaba; pero hay que darle tiempo para que coja forma…¿Qué Por qué escogí ese tema para el ensayo? Lo que pasa es que una de mis pasiones es la literatura, y bueno, ya que tenía el papayazo… ¡que interesante! Eres la primera mujer que conozco que le apasiona la matemática; ¿Cuál es tú tema favorito? – ¿no sabe que tema de la matemática le gusta? Para mí que esta hablando mierda – Creo que tú y yo podríamos formar una buena pareja ¿sabes?... Como que porque: tú estudias literatura, yo matemáticas; a ti te gusta la matemática, a mí la literatura, ¿qué más se puede pedir?… Buenoooo, ¿Cómo te llamas?... Bueno, Laura*, yo me tengo que ir; si algún día el destino nos vuelve a reunir será para algo bueno…

El destino nos volvió a reunir algunas veces; en ninguna de ellas fui capas de volverle a hablar, ni siquiera tuve el valor de saludarla. Supongo que se gradúo y que ejerce su profesión en alguna esquina del mundo. La última vez que la vi me pareció que era una mujer casada, o por lo menos comprometida, con el joven que la acompañaba; eso fue, si no me falla la memoria, a finales del año pasado en la salida de la biblioteca Luís Ángel. Recuerdo que llevaba un gabán negro que le llegaba hasta los tobillos; todavía usaba la misma mirada de años atrás y, ¡vaya prodigio!, le seguía haciendo juego con la cara. A su lado iba un muchacho de su misma edad. Yo salía y ella entraba a hacerle una pregunta al celador; en un momento quedamos frente a frente, a escasos veinte centímetros; ella me miro impasible y siguió derecho hacia los celadores; yo, orgullo masculino enarbolado, seguí derecho como si nada hubiera pasado. Una cuadra al norte de la biblioteca entré a una cafetería a tomar gaseosa y desde allí la vi cruzar de la mano del fulano y vi como el viento de las cuatro de la tarde, y la velocidad del paso, le elevaba el gabán treinta centímetros del piso…

2.

Recuerdo que el 24 de diciembre de 1995 salí por la tarde a la casa de Rodrigo Niño para pasar el tiempo. Cuando llegué ese man estaba en la cama viendo televisión, se le notaba que el aburrimiento se lo estaba comiendo vivo. Nos sentamos a hablar mierda toda la tarde. A eso de las seis sacó una botella de vino de no sé dónde para mojar la palabra. A las ocho de la noche, o nueve quizás, Elsa, la mamá, nos sirvió tamal con pan y gaseosa; ese marica no quiso comer. No puedo olvidar que ese día vi el álbum donde estaba Bohemian Rapsody, de Queen, la canción y el grupo que más me había gustado en el año 92. Después del tamal salimos a tomarnos un par de cervezas en una tenducha cerca de su casa. Salimos de ahí casi a las diez de la noche para mi casa. Después - por alguna razón que escapa a mi memoria – volvimos a irnos a la casa de él. En el trayecto nos encontramos con una compañera del colegio que se llama Jenny Bastidas. Esa vieja le echó el ojo de una: lo miraba con carita de cómeme, pero ese marica o no se daba cuenta o sea hacía el difícil, el caso es que hablamos diez minutos, nos despedimos y seguimos nuestro camino. Hicimos lo que teníamos que hacer en la casa de ese man y nos devolvimos para la mía. Cuando estábamos a una cuadra apareció un tipo vendiendo voladores –ese año fue el primer año en el que el uso de la pólvora estuvo prohibido -; sin pensarlo me gaste los últimos cinco mil pesos que me quedaban en el bolsillo. Rodrigo estaba rabón porque me gasté la plata en pólvora y no en trago. Marica, le dije, no se preocupe que en la casa trago es lo que sobra. Llegamos a la casa faltando quince minutos para la media noche. Recuerdo que un señor se me acercó y me dijo: ¿dónde consiguió la pólvora? A la vuelta, le contesté orgulloso del hallazgo. Le extendí la mano diestra para saludarlo cortésmente, y luego la zurda para darle uno de los doce voladores; él, en compensación, me dio un cigarrillo prendido para encender la mecha del cohete; repartí los otros voladores entre los hombres que estábamos afuera. A las doce en punto, cada uno encendió su cohete y sonaron al unísono a las doce de la noche –de hecho, fueron los únicos voladores que sonaron en ese barrio, y quizás en todo el norte de la ciudad-. Después nos entramos a comer y a beber como es regla en las festividades decembrinas…

3.

A Carolina Puerta la conocí una mañana plomiza de abril. Eran la una de la tarde y estábamos sentados Luís Carlos y yo en uno muro de setenta centímetros de altura que está a la vera del parqueadero. Hablábamos alegremente cuando llego del margen izquierdo una mujer con rastas, pantalón negro, un libro en la mano derecha y una sonrisa radiante. Se acerco vacilante, temerosa de interrumpirnos. Dio tres pasos en diagonal hasta quedar frente a Luís Carlos. Se disculpo con voz tenue, levanto el brazo en el que llevaba el libro al tiempo que le agradecía a Luís Carlos. Me miro de reojo y se fue nuevamente por la izquierda. Cuando se hallaba a distancia prudente le pregunte a Luís Carlos por el nombre de ella; Carolina Puerta, me dijo; está viendo teoría de cuerpos conmigo. ¡Mhhh, que interesante!, le respondí.